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Antonio ALVAREZ-SOLÍS Periodista

El rapto de la democracia

Se suele decir que las democracias como la española se reducen al ejercicio del derecho a voto cada cuatro o cinco años, pero no sólo se trata de un comentario popular, sino de una realidad cuya consecuencia es lo que Alvarez-Solís denomina «secuestro de la democracia», toda vez que las mayorías gobernantes «legislan cuestiones esenciales al margen de su programa electoral» y hurtan a la ciudadanía la expresión de su pensamiento.

Es legítimo que un partido político gobernante proceda a legislar en cuestiones esenciales al margen de su programa electoral? Esta es una pregunta que ha de contestarse, en uno u otro sentido, si queremos que la democracia, más o menos supuesta, siga existiendo como marco idóneo para la acción gubernamental. Puede alegarse en principio que los problemas graves surgen muchas veces de modo abrupto y hay que hacerles frente con diligencia y responsabilidad. Pero aunque las nuevas cuestiones de fondo aparezcan súbitamente -lo que es radicalmente infrecuente, pues las previsiones políticas deben ser de gran alcance- es obligado, creo, plantearse otro interrogante: ¿cómo ha de reaccionar la fuerza política encargada de gobernar: asumiendo un papel legislador o devolviendo a la ciudadanía la confianza depositada en el gobernante para que esa ciudadanía proceda a expresar su pensamiento mediante la debida consulta, ya electoral, ya referendual? ¿Es legítimo que una fuerza política trascienda la fuerza de gobierno que se le ha confiado para determinar horizontes que son absolutamente nuevos? Las situaciones auténticamente graves a las que se van enfrentado muchos países, el Estado español en particular para nosotros, obliga a idear formas y modos que superen este problema de la excesiva plasticidad gubernamental, incluyendo en esa plasticidad a las cámaras legislativas.

Vamos a los ejemplos prácticos. La Ley de Partidos, por ejemplo, no fue prevista con la debida anticipación para ilustrarla frente a la calle, sino que surgió abruptamente del mecanismo legislativo y con la viciosa determinación de impedir propuestas sobre la soberanía natural que los pueblos poseen. En este sentido la Ley de Partidos no se limita a traducir a una norma específica lo que ya se había previsto en un programa electoral o podía deducirse lógicamente de él por la calle, sino que burla la consulta electoral a la ciudadanía nada menos que en materia tan fundamental como es la libertad de opinión. La Ley de Partidos surgió de tal modo inopinado y azaroso que moralmente ha producido su propia invalidez moral. La Ley de Partidos entraña una monstruosa violación constitucional, incluso referida esa violación a una Carta tan incapacitadora de la libertad como es la Constitución española, redactada para prolongar una gobernación de carácter selectivo y antipopular. Esto constituye uno de los más destacados secuestros de la democracia entre los numerosos que viene practicando Madrid frente a naciones como la vasca o la catalana. La Ley de Partidos es sencillamente inconstitucional y refleja la brutalidad del poder presente, ya sea el poder ejecutivo o el poder legislativo. No hablo del poder judicial, porque este poder se ha convertido en una grosera herramienta del poder ejecutivo al fundirse con la acción policial.

Pero no se trata solamente de la Ley de Partidos. Muchos derechos, como el de huelga -en el que se han introducido militarizaciones, con toda la gravedad que ello representa- o el de sobrevivencia laboral, han sido conculcados por medio del incontinente manejo decretal, puesto que en muchas de estas materias se ha obviado no sólo el programa electoral del partido gobernante, sino la calidad de la norma, reduciendo con ello las garantías fundamentales del ciudadano, que acaba sumergido en una maraña de prescripciones de las que no se sabe de su alcance y duración real y ante las que ignora el recurso conveniente. Esto produce una situación que «La Codorniz» calificó en su época como «La cárcel de papel».

Hablemos, al pie de la rememoración humorística, del mundo penitenciario. El mundo penitenciario siempre fue puesto por los pensadores liberales bajo un microscopio moral muy escrupuloso. Determinar que el encarcelado seguía siendo un ciudadano en todas sus dimensiones, salvo en el de la libertad física respecto a la calle, produjo más literatura de la que en su día fomentó la discusión sobre si los indios sujetos sanguinariamente por España tenían o no tenían alma a fin de tratarlos como hijos de Dios. Ahora, cuatrocientos años después, se ha retornado a la misma situación respecto a los presos, determinando que en esta hora los encarcelados no tienen dignidad alguna, que es dimensión que equivale a la de tener alma. A los que pasan la puerta de la cárcel les puede ocurrir cualquier suceso degradante por la sola voluntad de un funcionario o por la liviandad con que el Gobierno trata a estos seres, muchos de ellos sin otra culpa que pensar con absoluta nobleza sobre la libertad de su patria. El hecho es que, al margen de lo que decide un tribunal sobre la materia cuestionada en el juzgado, lo penitenciario funciona por su cuenta, y no sólo determinado por un simple decreto, sino por lo que decida cotidianamente el ministro de la Policía, que es denominación que propongo en vez de la de ministro del Interior, que parece más bien título aplicable a los decoradores. Esta conculcación de la legitimidad judicial acontece cada día, como se conculcan también los derechos trabajosamente conseguidos a través de los siglos en lo que se refiere a las prevenciones y cautelas en materia de detención. Por ejemplo, ha desaparecido el hábeas corpus, garantía de mínima protección ante los normalmente enfurecidos agentes encargados de las detenciones y los interrogatorios. Respecto a estos funcionarios, conviene recordarles que en un detenido también se encarna la soberanía nacional, creadora del mismo policía o agente, como es también creadora de los gobiernos y de los más elevados representantes de las instituciones. Un preso vale tanto como el rey y, a veces, según sea la cuestión por la que se le encarcela y juzga, mucho más que el monarca. Nada eleva tanto el espíritu como estar preso por la libertad. La regresión moral a la que hemos llegado en estos miserables tiempos obliga a decir estas simples cosas para situar cada alma en su almario. Esto hay que proclamarlo «por más que con el dedo/ tocando ora la boca, ora la frente/ silencio indiques o amenaces miedo». ¿Por qué, pues, y para resumir, se ha residenciado en la acción penitenciaria todo aquello que debería estar sometido a la solemnidad de un tribunal o a la benéfica prudencia de un ministro moralmente instruido? ¡Cuántas cosas, sí, cuántas cosas han sido secuestradas por esta nueva cabalgada universal de bárbaros!

No sería adecuado acabar este modesto centón de reflexiones si no le diéramos un toque a dos conceptos que han sido imbricados entre sí a fin de salvaguardar la sinrazón por medio del confusionismo. Me refiero al uso que se hace de lo legal y lo legítimo. Cuando se trata de distinguir con justicia, deslindando lo uno de lo otro, se ha de decir simplemente que lo legítimo es lo que brota de la recta y majestuosa ambición moral -esa razón que Kant calibraba como un imperativo categórico- y lo otro es el recurso administrativo y mínimo dictado, con más sombra que luz, para una asendereada convivencia. Normalmente este recurso acaba como el festivo verso sobre Bartolo: «Trajeron un papel/ tomolo Bartolo,/ leyolo, plegolo/y dentro del protocolo/ colocolo». Y aire.

A veces suelo desvelarme con el pensamiento de todas estas cosas que nos descarnan y oprimen. Y he llegado a la conclusión de que el lema jurídico de que «la ignorancia de la ley no exime de su cumplimiento» debería cambiarse por otro principio más razonable que profesara que «el conocimiento de la ley obliga a su incumplimiento». Sueños quizá de anarquista viejo e inocente.

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