Antonio Alvarez-Solís Periodista
Abandonar la dictadura
El autor define el momento político como «ocasión auroral para convertir el Estado español en marco democrático». Repasa los últimos acontecimientos de la política vasca, las comunicaciones de ETA y el «acuerdo de Gernika», subrayando el fondo de la cuestión: «ser o no ser, ser de una forma u otra, pero ser con dignidad lo que los vascos decidan con dignidad». A pesar de las grandes dudas que tiene en relación a cuál será el comportamiento español, llama a «aprovechar» la oportunidad.
La historia española es, sustancialmente, una historia de dictaduras, un despliegue de caudillajes. Una historia de violencias. España fue siempre un fracaso de las libertades. Las monarquías modernizantes fracasaron con José Bonaparte o con Amadeo de Saboya. Las Repúblicas fueron barridas con las bayonetas. La misma Contrarreforma erasmista -esa que refleja tan genialmente el Quijote, de ahí su éxito inmediato- fue asfixiada cruelmente por la Contrarreforma inquisitorial. España se ahogó siempre en los jueces del rey, en las Santas Hermandades policiales, en los políticos integristas, en los prelados de horca y cuchillo. Este es el resumen de la vida en un país al que hay que ver siempre desde una cumbre barroca y sañuda, destino final en el que hocicaron tantos intentos populares que se disolvieron en renovados fascismos. La pregunta es esta: ¿puede España esponjar su cabeza para crear y utilizar al fin una aceptable herramienta intelectual?.
Estamos viviendo un momento auroral para practicar un nuevo intento de convertir la tiniebla ideológica española en algo parecido a la capacidad de razonar. Para ello tan sólo hace falta una mesa y el reconocimiento de quien se siente enfrente. He leído el último texto de ETA. ETA ha dado un golpe al conmutador de la posible luz que hay en ese texto. No quiero imaginar que ETA mienta, porque si mintiera en su propuesta de paz firmaría su propia extinción en cuanto a portadora de una voluntad política. ¿Cabe suponer que ETA sea tan torpe? Pero ETA habla de algo que va más allá de su específica personalidad negociadora. Habla del protagonismo de los agentes sociales y políticos vascos sentados ante la mesa que ha de suministrar el Gobierno español. Y hay que reconocer que esos agentes existen. En número creciente, además.
El nuevo acuerdo de Gernika contabiliza esa realidad. En ese acuerdo figura en primer lugar, negro sobre blanco y con sus firmas al pie, el principio sustancial que rige el pensamiento de esos agentes: «Uso de los medios exclusivamente democráticos y pacíficos para resolver las cuestiones políticas». Subrayemos: «las cuestiones políticas». Porque lo que angustia la vida vasca es una cuestión política. La cuestión del ser o no ser. Ser de una u otra forma, pero ser con dignidad lo que los vascos decidan con dignidad. Se trata, pues, del derecho a decidir. ¿Acaso hay algo más democrático? El derecho a decidir es permanentemente preconstitucional; más aún: forma la materia inicial para redactar una carta magna. Frente a eso ya no es tiempo de mantener que no resulta posible dialogar en presencia de la guerra mantenida por ETA. En las trincheras de ETA hay silencio. Ahora toca la prudencia al Gobierno español.
Al pie de la nueva situación vamos a decir algunas cosas que la limpieza moral exige manifestar. En este caso hablo como español -lo soy administrativamente y con todos los derechos adherentes- ante la llamada cuestión vasca. En primer término lo que no puede hacer Madrid, me da lo mismo el Madrid de los «populares» que el de los autodenominados socialistas, es parapetarse en su rancia postura dictatorial. Sí, dictatorial.
Esa que exige siempre rendiciones terminantes o muerte gloriosa si llega la derrota. Madrid es experto en estos engaños serranos, que inyectan fascismo en la totalidad de la vida nacional. La dictadura española es una dictadura que cuando no se puede ejercer directamente por el gobernante recurre a la delegación de la acción dictatorial en diversas instituciones subordinadas a quienes ejercen, de una u otra forma, el caudillaje. Ahora mismo la dictadura de Madrid frente al problema vasco se ejerce a través de los jueces especiales de los tribunales anómalos y mediante la capacidad prácticamente autónoma de los cuerpos de seguridad del Estado. Sí, sí, he dicho bien: seguridad del Estado.
No seguridad de este o del otro ciudadano, sino seguridad del Estado, el gran Molok que devora en su cueva la libertad y la soberanía de la nación. No es admisible que a estas alturas de la historia la legislación española solamente tenga por objeto crear un poder prácticamente ilimitado de acción por parte de los tribunales. Como, por ejemplo, sucede con la doctrina Parot. Detrás de esos tribunales se esconden unos poderes políticos que aspiran al engaño del mundo y de sus propios ciudadanos. Esos poderes hablan de su acatamiento al poder judicial ¿pero quién arma con herramientas injustas a ese poder judicial que dicta el acontecer admisible en la sociedad? ¿quién decide la capacidad asimismo dictatorial de los cuerpos policiales sino ese poder político que luego habla de Estado de Derecho con un agraviante cinismo? La dictadura española existe en el terreno de los hechos. Y para que esa dictadura funcione se multiplica torrencialmente la legislación regresiva que permite la indeterminación temporal de las sentencias, la monstruosa realidad de la incomunicación del detenido, la vilmente maniobrera conducta penitenciaria, la reducción de la población electora de acuerdo con un limitado abanico ideológico... ¿Quién deja la puerta abierta a los jueces para que produzcan la más increíble doctrina judicial sobre la retroactividad o el habeas corpus, esas dos conquistas que han costado ríos de sangre a fin de convertir en realidad la soberanía nacional?
Lo que más envilece el aire es que se hable de restauración democrática cuando la dictadura se mueve sin la responsabilidad siquiera de su protagonismo político. España sigue siendo una dictadura. Una dictadura donde el dictador personal ha sido sustituido por un dictador colectivo formado por castas que confluyen en el mismo acabamiento y ruina de la libertad. Como gremlins surgidos de la gran riada que supone la descomposición del mundo liberal esa tropa de dictadores parasita la libertad y la convierte en una máscara para danzar en el baile supuestamente democrático. El baile en capitanía. ¿Recuerdan la obra?
Repito que vivimos una ocasión auroral para convertir el Estado español en marco democrático. La cuestión vasca es el zapato para encontrar a la verdadera propietaria de la libertad. Pero tengo graves dudas de que Madrid aproveche ese momento y no lo convierta en una trampa más para colar de rondón otra vez ese Estado de Derecho que deciden cada hora, según necesita el viento en sus velas el Gobierno, los jueces, la Policía, la Guardia Civil y la ya crecida ciudadanía que, sotaduero, ha hecho del enfrentamiento con lo vasco, como antes lo hizo con el «Gibraltar español», la única forma de creerse libre.
Siempre habrá poderosos que acudan con sus dineros a robustecer y engalanar el edificio de la ahora sinuosa, nebulosa e insidiosa dictadura. Pero debieran aprovechar modesta e inteligentemente la situación. Lo que duele de un modo muy particular al observador es que ya, a las primeras de cambio, políticos que manejan palancas poderosas de la vida pública vasca hayan abierto la boca para descalificar todo intento de negociar en una mesa limpia y clara para enrocarse en manejos y movimientos que no llevan más que a pequeñas naderías. Mas París bien vale una misa. Dicen que lo dijo un monarca albigense que apoyando el pie en Navarra se convirtió en el primer Borbón que ocupara el trono de Francia. Y de la misa, claro es, el cepillo. No sé por qué ese empeño en cambiar la posible soberanía de Euskadi por treinta monedas. O sí lo sé.
Pero hoy es cuestión de recoger la cosecha madura ya de la soberanía vasca para agavillarla en un diálogo que ponga por fin las cosas en su sitio. En una palabra, es la hora de la calle arropando al futuro posible. Es la hora de Euskadi. Y después...