Jon Odriozola Periodista
Una estatua para López
Se le olvida decir que no es el pueblo quien, furioso, arranca esas imágenes de las plazas públicas sino los esbirros uniformados y esbozados ante el abucheo y la impotencia de los solidarios que no aplauden precisamente
Se jacta Patxi López, el «Usurpador», de haber devuelto la libertad a las aherrojadas calles de Euskal Herria eliminando, como iconoclasta bizantino, la iconografía traducida en pancartas y fotografías de presos políticos de ETA. Se le olvida decir que no es el pueblo quien, furioso, arranca esas imágenes de las plazas públicas sino los esbirros uniformados y embozados ante el abucheo y la impotencia de los solidarios que no aplauden precisamente que los fuercen a ser «libres» de esa manera. Algo, López y Ares, que suena a dúo cómico, encomiable, ciertamente. Persuasivo y convincente. Felicitaciones. Deberían erigir una estatua a este campeón de las libertades a quien Facundo Perezagua confunda.
Pero la España que bosteza ya no levanta estatuas como en la I Restauración (la II es la actual). Hasta 1870, la vida política en el continente europeo estaba dominada por un pequeño grupo de notables. Las masas, el pueblo, ni sabía qué cosa pudiera ser una «nación». La nación nació de la mano de la burguesía revolucionaria, con la Revolución francesa, que convirtió en ciudadanos a quienes antes eran súbditos del monarca en el Antiguo Régimen. Y lo hizo, al menos, formalmente, pero también guillotinando. Ya no se gritaba ¡viva el Rey! sino ¡viva la Nación!
Ocurre que los «motivos» nacionales estaban reservados para personas cultivadas. Los cuadros, las pinturas, las novelas y los tratados de eruditos eran privilegio de este selecto «público» (las comillas son para excusar el pecado de anacronismo). Todavía hay quien cree, sin culpa, que, por ejemplo, Alemania, Italia o Bélgica son naciones que han existido siempre cuando, en realidad, surgieron ayer, como quien dice. Como naciones jóvenes que eran, desde la segunda mitad del siglo XIX, fueron los primeros en arrumbar el elitismo cultural para inficionar de orgullo nacional a, como diríamos hoy, la calle. ¿De qué manera? Levantando estatuas (el «culto a la personalidad» también es de origen burgués) y organizando conmemoraciones. Alemania lo hizo con su poeta nacional Schiller. En Italia, en 1865, se celebró el sexto centenario del nacimiento de Dante (que jamás supo ni sospechó qué significaba el sintagma «Italia», como los «Reyes Católicos» no sabían qué coño era eso de «España»). Bélgica, otro país de reciente creación y hoy en crisis «identitaria», celebró en 1877 el tercer centenario del nacimiento del pintor flamenco Rubens. Fue después de que en Portugal, en 1880, se recordara a Camoens que, según Eric Storm, España empezó a sentir la necesidad de seguir estos ejemplos «patrióticos». Y fueron los hombres del Sexenio progresista. Y ello con el recelo de la Iglesia reaccionaria y el carpetovetonismo hispano. Pero pronto adoptaron esas estrategias y se mostraron más papistas que el Papa, como el «brindis del Retiro» de Menéndez Pelayo defendiendo la Inquisición.
No es que hoy sea igual pero parecido, rompiendo monolitos a Txiki y Otaegi, héroes populares, y, acaso, promoviendo una estatua a Belén Esteban.