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Antonio Alvarez-Solís Periodista

La moderación razonable

Para el autor, magnificar el «morir por la patria» en quienes tienen por oficio las armas resulta inconveniente en las «colectividades que quieren vivir una vida prudente y laica». Critica la celebración y los discursos del día de la Hispanidad en Euskal Herria desde una «mente domiciliada en territorio colonial». Finaliza advirtiendo de los problemas que la «gloria forzada por un fusil y los tristes procedimientos para tratar la disidencia» suponen en la vida política española.

Al parecer el Gobierno socialista de Madrid quiere consensuar un protocolo para impedir que la gente denoste, silbe y condene con gestos y gritos a los representantes del poder en las fiestas patrióticas, como sucedió el pasado 12 de octubre en la capital del Estado. El Gobierno Zapatero sostiene, mediante una finta verbal muy inconsistente, que los silbidos escuchados en contra del presidente injuriaban la memoria de los caídos por la patria, a los que se rindió también homenaje.

Yo no creo que esto último sea cierto. Los ciudadanos abroncaban al Sr. Zapatero por la situación de ruina en que se encuentran y en uso de la libertad democrática que les corresponde y de la cual escasea notablemente el país. Por otra parte la ocasión parece adecuada para puntualizar algunos extremos en torno a estas ofrendas a quienes han caído con las armas en la mano. En una época que presume de estar consagrada a construir una sociedad civil depurada de muchas quimeras no cavilo adecuado que se magnifique ese «morir por la patria» en quienes tienen por oficio las armas.

Crear estratos angélicos resulta inconveniente en colectividades que quieren vivir una vida prudente y laica. Sustituir los dioses por semidioses denota una contradicción flagrante con la construcción social que se pretende, al menos retóricamente. Resulta doloroso que un soldado o un agente armado cualquiera fallezca en la práctica de su función, como parece asimismo triste que un albañil caiga mortalmente desde un andamio, sobre todo si esa caída se debe a la incuria de los encargados de su seguridad. A quienes mueren víctimas de su oficio debemos siempre el mismo respeto y hemos de proveer, si fuera necesario, al remedio de los deudos que dejan.

Pero establecer diferencias entre las muertes equivale a crear un escalonado de dignidades que, injustas en sí mismas ya que todos los hombres son iguales en su esencia, suelen ser aprovechadas después para que una clase concreta de vivos se atribuya desdenes de jerarquía al creerse magníficos portavoces de los desaparecidos. No hay muertos de primera o de segunda a no ser que la sociedad esté estratificada repugnantemente en cuanto a contenido de ciudadanía entre los vivientes. El homenaje a los muertos es un derecho de sus deudos, amigos y familiares, sin distinción del origen de la muerte o del contenido político o social que se dé a la misma, pero jamás ha de transformarse en un menester sacerdotal establecido en una tabla de puntuaciones y, menos aún, si esa tabla tiene dependencias o concomitancias con el poder.

Construir una sociedad civil vivible y con una dimensión serena de la libertad exige la superación de estos éxtasis que, además, generan encuentros violentos en el seno social. Hablo, claro es, de una sociedad de los oficios desarrollados sin estridencias y sin ninguna clase de hipérbole. España es muy dada a los arrebatos de una mística vocinglera y extremosa que logra, entre otras cosas, que muchos ciudadanos se vean expulsados de un ejercicio honorable de la ciudadanía. La batalla por azotarse con muertos me parece ignominiosa. No se puede vivir si constantemente se está entre la condena al averno y el ascenso a una gloria con detector de virtudes. Hay que vivir vistiendo el alma de algo parecido al gris marengo.

Digo esto porque leo en mi periódico que la celebración de la fiesta nacional española en Euskadi se desarrolló en un marco militarizado y glorificante, como son siempre los acuartelamientos de la Guardia Civil. No creo que esta iniciativa sea saludable para producir un acercamiento entre ambas sociedades, la española y la vasca. Lo lógico es que dada la situación de rechazo que, de una forma u otra, existe en Euskadi hacia el poder español la conmemoración de la Hispanidad, con gloria para una sangre y menosprecio de otra, resulte dañina por innecesaria. Hay que admitir la forma y el modo en que late el corazón de los pueblos. La Hispanidad tiene muchos lugares en que manifestarse marcialmente como, por ejemplo, Madrid y otras tierras en que lo español resulta indiscutible.

Pero hay que añadir una nota más a esta reflexión tan sencilla de instrumentar y tan sumamente difícil de expresar. Al parecer alguien que presidía esta festividad enclaustrada se refirió a la Guardia Civil como «motor» del nuevo ciclo político. Mala cosa si el motor deja de ser civil y pertenecer a la soberanía popular. Militarizar una iniciativa política como es festejar el 12 de octubre en suelo adverso al contenido de esa fecha es propio de una mente domiciliada en territorio colonial. Y sobre todo si la voz que emitió esa contundente observación añade que «condenar a ETA no es suficiente si no se apoya a la Guardia Civil». Ahí ya se ha traspasado una frontera sumamente delicada.

No es prudente que además de cruzar la fina línea roja del respeto a los vascos, privando a millares de euskaldunes de sus derechos electorales, se añadan exigencias como la condena explícita de ETA, violando con ello la intimidad de la conciencia, o esta última y terminal propuesta de victorear a un determinado cuerpo policial que no goza de amores constatables en el territorio en que actúa. El acoso cada vez más afilado al sentimiento soberanista vasco no conduce a ninguna suerte de encuentro en que pueda forjarse la paz.

La verdad es que decir todas estas cosas parece entretener el discurso en obviedades muy elementales, pero quizá lo que refleje esta denuncia es una realidad también muy elemental y dolorosa: la realidad de una dominación que va enquistándose de un modo muy alarmante de cara a un futuro que irremediablemente va a llegar porque la pretensión independentista irá calando de día en día, no sólo por su propio peso específico, sino además por el desafío que las autoridades de Madrid se empeñan en acrecentar jornada tras jornada.

Esto debiera entenderlo el lehendakari actual y, sobre todo, su consejero de Interior, al que parece propulsar una vehemente y terca intención mortificante. ¿Por qué esa hiriente intención? Quizá porque todos los días le roa una realidad muy incómoda: la de dirigir un Departamento muy delicado, como es el de Orden Público, sin ser vasco. Pero si existe ese gusano interno que le coloniza el alma -y que yo doy simplemente por presunto- el problema no es de los vascos sino del señor consejero y de su presunto gusano. Esta especie de rencor interno al país receptor, que se traduce indebidamente en creerse vascos de segunda -como me confesaba dolorida una hermosa señora ahora en el Gobierno vasco-, constituye un problema personal que no se resuelve machacando a los indígenas.

Lo mejor, cuando acomete este reconcomio freudiano, es ajustarse al alma de la tierra receptora y respetarla con la mayor dignidad. La paz tiene mucho que ver con el respeto a los otros. Es lástima que los españoles reduzcan su existencia a vivirla con la melancolía enfurecida de los fracasos o con la comezón del ataque a quienes tienen más a mano.

Nunca olvidará mi generación, y me refiero a los poco numerosos seres prudentes que hubo en ella, aquellas proclamas ardorosas que nos invitaban a ir «por el Imperio hacia Dios». Esta pertinacia por alojarse bien después de la muerte ha convertido la vida española en una incomodidad muy seria. La mayoría de las personas sensatas prefieren vivir su vida mortal de acuerdo con normas confortables, con libertad verdadera y procurando ver satisfechas sus necesidades fundamentales.

Esto debieran entenderlo los señores Zapatero y Rajoy, tan propensos a llevarnos a la gloria forzados por un fusil y con tristes procedimientos para tratar a los disidentes.

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