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Crónica | Visita con Maritxu

De cuando Zierbena era un pueblo de arrantzales y «sardineras»

La ruta del mejillón, le dicen algunos. Zierbena es hoy coqueto puerto conocido por sus bares y restaurantes, pero antaño fue puerto de pescadores y sardineras.

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Joseba VIVANCO

«Especial simpatía despertaba entre los vecinos la frecuente presencia de las sardineras de Zierbana», escribe Hilario Cruz en ``Crónicas de Pobeña''. Y añade: «Estas mujeres tenían una humanidad más profunda que la imagen folklórica y ligera dada en las canciones populares».

Las «sardineras» de Zierbena no iban a Bilbo por toda la orilla como sus vecinas de Santurzi. «Podían recorrer hasta 30 kilómetros para llevar sus cestas de pescado sobre la cabeza a Muskiz, Gallarta, La Arboleda, pero también Galdames o Artzentales», recordaba ayer Maritxu, la «sardinera» que hizo de guía en la visita que una treintena de personas realizó por el puerto de Zierbena, en el marco de las Jornadas Europeas de Patrimonio, para conocer cómo era este enclave pesquero hace un siglo, sus hombres y sus mujeres. «Lo habitual es venir a Zierbena a los bares y no a conocer su historia», argumenta.

El recorrido comienza al mismo tiempo que lo hacen las primeras gotas de lluvia. Maritxu -interpretada por Miriam Martín-, ataviada con falda de francesilla, jersey negro y alpargatas rememorando a aquellas «sardineras» de antaño, guía al grupo por unas empinadas escalinatas hasta la atalaya desde la que se observa el puerto y donde aún se conserva la puerta de la antigua ermita de la Asunción. «Hagamos un poco de ejercicio mental y pongámonos en 1940, cuando el pueblo apenas tenía 15 casas», explica. Cuarenta años antes, los pescadores colocaban las primeras piedras para progerse de los embates del mar.

Desde lo alto, descendemos hasta lo que un día fue el edificio de La Venta, la lonja construida en 1918 por la Cofradía de Mareantes de San Nicolás, formada por una quincena de pescadores. «Aquí es adonde las sardineras acudían para comprar los lotes del pescado que acababan de llegar al puerto». Todavía en algunas fotos antiguas que porta Maritxu se puede observar parte de la arquitectura de algunos de esos edificios en el entorno de la entrada al puerto, en la zona de bares.

En dirección al mar, la acera que conduce a la rotonda fue antaño el «pedregal» por donde se accedía al puerto. A su lado, una casa deshabitada y vieja, frente al restaurante El Marinero, permanece hoy igual que en las fotos. Al fondo, vigilante, la grúa que también muestran las imágenes en blanco y negro. Es el Muelle de Barragán, en honor a «un pescador de Gallarta que se llamaba así y que siempre colocaba su caña en una esquina», relata la anfitriona.

Es aquí donde Maritxu hace una parada más prolongada para explicar la jornada de aquellos arrantzales. «Se levantaban al alba, es decir, a las tres de la mañana. ¿Cuál era su despertador?», pregunta. Pues el txo, es decir, el primer estadio del oficio. «Era el chico más joven de la tripulación, que se encargaba de despertar a todos, casa por casa». Incluso Maritxu apunta que «había generaciones de txos».

Los arrantzales de Zierbena se solían dirigir a las aguas de El Abra, «que entonces tenía pesca». Uno de ellos, en proa, oteaba posibles bancos. «Lanzaba piedras a las sombras para saber si eran peces o rocas», comenta.

Una vez localizada la pesca, le tocaba el turno al cebo. «Aquí se utilizaba la `raba'', un preparado especial a base de huevas de bacalao y que dicen que daba luego un sabor peculiar a ese pescado, algo característico de esta zona de la costa», hace hincapié, al tiempo que un antiguo arrantzale bermeano presente en la visita le recuerda que «ese cebo era de sibaritas». Ellos, como la mayoría, utilizaban desechos.

Con la saya arremangada

Lo normal eran dos salidas diarias. En la de la tarde se dirigían a Punta Lucero, donde recibían la ayuda de los jóvenes que cuidaban el ganado en las verdes laderas junto al mar. «Se dice que a esas horas las escamas relucen y entonces los chavales prendían fogatas cuando divisaban bancos de peces para que acudieran los botes», narra.

Dos capturas al día, pero una sola venta. De eso se encargaban las mujeres, amas de casa, agricultoras y ganaderas, obligadas a sacar tiempo para la venta del pescado. Cuenta su quehacer frente a la escultura de Xebas Larrañaga en homenaje a los hombres y las mujeres del mar. Primero lo compraban en la lonja, La Venta. Luego cargaban sobre sus cabezas sus cestos ovalados repletos de pescado... y a recorrer kilómetros; las más mayores en burro, si lo tenían, y las más jóvenes, a pie.

«Llevaban arroba y media de peso, 18 kilos, más lo que pesaba la cesta», dice Maritxu dando idea de lo pesado de esta labor. Una dureza que se acrecentaba con la costumbre de caminar descalzas para así no estropear las alpargatas.

Y llega la inevitable pregunta: «¿Por qué con la saya arremangada?». Ya saben, luciendo la pantorrilla. «La falda no es una falda, sino un delantal, `cubretodo' le llamaban, y como ellas manipulaban el pescado, se limpian las manos en el revés que queda al arremangárselo, de manera que el delantal, que parece la falda, les queda limpio».

¿Y a cuánto la docena de sardinas? «A dos perras». ¿Y qué gritaban? «Pues una nos contaba que aquello de `¡Sardinas de El Abra!', y añadía: `¿Habrá?'».

 

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