Según la propia Fiscalía, Mattin Sarasola e Igor Portu fueron torturados y encarcelados en base a testimonios arrancados con atrocidad, hasta el punto de hacer peligrar sus vidas. Ayer comenzó el juicio contra los guardias civiles del siniestro cuartel de Intxaurrondo que participaron en su detención, traslado e interrogatorio. Un juicio que, ante todo, muestra una reveladora paradoja: antes de que un juez decida si fueron o no torturados, otro juez ya los ha condenado. Los magistrados seguramente no son ingenuos y piensan que pueden existir falsos testimonios y acusaciones producto de la tortura y, en teoría, están obligados a explorar las evidencias antes de tomar una decisión. Sin embargo, sin la más mínima exploración de evidencias, y máxime tratándose de militantes vascos, la Audiencia Nacional condena por sistema, con insultante impunidad. Lo que en cualquier democracia avanzada con un sistema judicial equilibrado y garantista sería un escándalo, en el sistema español es norma común.

En Euskal Herria la tortura es endémica y sistemática, transciende coyunturas y generaciones. Y en la política del Estado es, a la vez, un talismán y un tabú. Un talismán del que se entienden sus limitaciones, pero se cree en su extraordinario poder para la política. Una práctica supuestamente destructiva pero insidiosamente seductora sobre la cual se construye el tabú del secreto de Estado. Cambiar el paso y revertir la dinámica de la política vasca pasa por la erradicación de esta práctica monstruosa. Es un desafío urgente y materializable. Y el próximo sábado las calles de Donostia serán prueba multitudinaria de ello.

Las víctimas de la tortura no pueden ser dejadas al margen. Tienen derecho al remedio y la reparación. Quien tortura a la gente, y la cadena de mando que lo permite, no puede quedar impune, pues la impunidad de hoy alimenta las injusticias del futuro. Con impunidad y sin conocer la verdad, ni la justicia ni la reconciliación serán plenas y genuinas en Euskal Herria.