Es difícil que algún espectador salga decepcionado de «Los seductores», porque es de esas películas de fórmula que funcionan de todas todas como vehículo de entretenimiento infalible. Se basa en la suntuosidad de la puesta en escena, bajo el pretexto de que el protagonista es un seductor profesional que vive de escenificar idilios maravillosos que hacen a la novia de turno romper con su pareja. Son representaciones amorosas por encargo, que le exigen constantes transformaciones de acuerdo con los gustos de las teóricas víctimas. Quienes le pagan por su trabajo de embaucador son padres adinerados que no desean ver a sus hijas mal emparejadas o peor casadas. Las misiones resultan más fáciles sobre el fondo de escenarios lujosos como el de Monte Carlo, una y otra vez explotados por Hollywood, así que ahora toca devolver esa imagen cosmopolita a sus primigenios propietarios. Lo paradójico es que a pesar de que al cine francés no le falta estilo propio, para recuperar a su público ha necesitado además recurrir a la receta de la comedia clásica norteamericana a la hora de dinamizar el romance y la acción.

Y a la no tan clásica, porque la escena más efectiva de «Los seductores» es la del baile, al parodiar con gracia la coreografía más famosa de «Dirty Dancing». Es una licencia que se permiten los guionistas, necesitados de un momento simpático que diera la clave para minar la resistencia de la prometida a la que debe hacer desistir de sus planes de matrimonio el protagonista, en el más complicado de los trabajos de su carrera como timador del corazón, término éste al que hace referencia el juego de palabras contenido en el título original de «L'arnacoeur». Romain Duris siempre es la estrella de la función, jugando a ser el nuevo Belmondo, en cuanto canalla que al final resulta tener sentimientos. Vanessa Paradis tiene menos papel que su partenaire, y el que le toca no pasa de reflejar la actitud bobalicona que muestran los famosos cazados en los programas de cámara oculta.