El delito de ser independentista y, además, joven
La sombra de la tortura, que, a pesar de que en los grandes medios no es noticia, más allá de la sospecha, oscurece con insoportable asiduidad la vida de este país, y así lo ha vuelto a hacer estos días. La tortura como complemento necesario de una estrategia represiva ciega que no necesita prueba alguna de delitos concretos. Basta la declaración, propia o ajena, de los detenidos para su encarcelamiento en base a un constructo político revestido con ropajes jurídicos en el que el Derecho es una ciencia ajena y lejana. La acusación de pertenencia a Segi o a cualquier otra organización política o social abertzale y de izquierdas, previa criminalización institucional y mediática, es suficiente para someter a decenas de vascos al infierno de la detención, incomunicación y un casi seguro encarcelamiento que se puede prolongar durante muchos años. En realidad, el «delito» por el que los estados español y francés persiguen a esas personas no es otro que el de trabajar, aun públicamente, en Euskal Herria en el campo político, social o de la solidaridad y, en el caso de los últimos apresados, además, el de ser jóvenes independentistas vascos y, por tanto, parte imprescindible de un proceso que no tiene vuelta atrás. Un proceso que logrará que, antes de lo que algunos desearían, esa represión gratuita sea una receta del pasado.