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Unai Ziarreta Miembro de la Asamblea Nacional de Eusko Alkartasuna

Tortura, la realidad oculta

Y aún peor: indultar y condecorar a agentes condenados por torturas. ¿Dónde está Galindo condenado por torturar y asesinar a Joxean Lasa y Joxi Zabala? En la calle

A una persona qué le puede empujar a confesar su participación en un delito que no ha cometido? ¿Qué puede empujar a un detenido a declarar algo que puede agravar su situación personal y conducirle a condenas más largas y severas cuando el sistema jurisdiccional le permite guardar silencio y no declarar contra sí mismo? Son preguntas que pueden resultar incómodas. Incómodas, sí, porque en la respuesta se esconde un drama, el de la tortura, una realidad que los poderes del Estado tratan de ocultar sistemáticamente. Hasta que la evidencia lo hace imposible y a la Fiscalía no le queda más remedio que sentar en el banquillo de los acusados a quince guardias civiles por presuntas torturas a dos detenidos, como esta misma semana hemos visto en la Audiencia Provincial de Donostia aunque algunos medios casi ni se hayan dado por enterados.

Son preguntas que cuesta formular porque están íntimamente ligadas a una realidad oculta que, por molesta, es más cómodo obviar. Con la tortura sucede como con esas noticias desagradables y esas imágenes que por su crudeza nos llevan a cambiar de canal en la televisión. A nadie le gusta ver a un niño en África muriendo de desnutrición, y tampoco gusta imaginar qué se le puede estar haciendo a un chico o una chica detenida e incomunicada para que llegue al extremo de confesar que ha participado en un asesinato cuando luego se demuestra con datos y hechos objetivos que no ha tenido nada que ver con él.

Muchos lectores y lectoras recordarán a «los cuatro de Guildford», cuyo caso fue llevado al cine por Jim Sheridan. Su película, «En el nombre del padre», denuncia lo ocurrido en Inglaterra en 1974 cuando tras un atentado del IRA cuatro irlandeses son detenidos, interrogados y torturados hasta la autoinculpación y condenados a largas penas de cárcel hasta que, 15 años después, recuperan su libertad tras quedar probada su inocencia, y también la culpabilidad de un sistema policial y judicial que posibilitó aquella enorme injusticia.

En Euskal Herria también tenemos, por desgracia, nuestra propia versión del caso de Guildford. En la versión vasca los protagonistas fueron Ainara Gorostiaga y otros tres jóvenes navarros que pasaron dos años en prisión después de que la primera confesara la participación de todos ellos en el asesinato del concejal de Leitza José Javier Múgica. Con posterioridad, documentos incautados a ETA demostraron, sin ningún género de dudas, que tanto Gorostiaga como sus tres amigos eran completamente inocentes y la Audiencia Nacional no tuvo otra salida que no fuera ponerles en libertad. ¿Pero por qué había confesado Gorostiaga dos años antes la autoría de un delito del que no era culpable? ¿Quién pagó por aquella injusticia? La respuesta la conocen todos ustedes.

La realidad que da respuesta a esas preguntas existe en dependencias policiales, oculta a los ojos de la sociedad, pero imposible de esconder pese a todo. La evidencia asoma cada cierto tiempo con toda su crudeza. Acaba de hacerlo hace muy pocos días cuando el abogado de oficio de un detenido se ha negado a firmar la declaración de su defendido en comisaría a la vista de su mal estado físico evidente.

Ésa es la realidad de la tortura que se practica al amparo del sistema democrático español, el mismo Estado español que la intenta ocultar por sistema, negando incluso la posibilidad de investigar mínimamente las denuncias de maltrato policial; el mismo Estado español que recientemente ha sido condenado por ese motivo por el Tribunal Europeo de los Derechos Humanos, por ni siquiera investigar la denuncia de torturas presentada en 2002 por el preso donostiarra Mikel San Argimiro.

Ésa es la realidad que determinados medios de comunicación ocultan. Todos conocemos esa máxima periodística: lo que no sale en los medios no existe. Para los diferentes poderes del Estado español la tortura simplemente no existe. Y si alguna vez asoma, como sucede ahora con los 15 guardias civiles juzgados en Donostia, se recurre a la cantinela de que todos los miembros de ETA tienen la consigna de denunciar torturas. Y ya está. Conciencias acalladas. Porque es más cómodo pensar que la tortura es cosa de Irak, de una guerra que no va con nosotros y nuestras cómodas vidas. Por eso para muchos fue un shock que un alto directivo del diario «Egunkaria'» denunciara haber sido torturado. Porque eso convertía en algo real ese temor que en el fondo todos llevamos dentro, que también cualquiera de nosotros puede ser víctima de esa violencia. Pues bien, hay quienes ya lo están siendo.

Ésa es la realidad de nuestro país, Euskal Herria. Compleja, difícil, dura. Lo ponen de manifiesto organismos tan respetables como Amnistía Internacional, Human Rights Watch o el Relator Especial de la ONU contra la Tortura. Todos ellos coinciden en la necesidad de derogar la legislación que permite la incomunicación de las personas detenidas, ese espacio oscuro que facilita la impunidad de los torturadores, algo que desde Eusko Alkartasuna hemos exigido reiteradamente. También lo ha reclamado más de una vez el Parlamento Vasco, pero la respuesta del Gobierno y del conjunto del Estado español es siempre la misma: negar la evidencia, negar la realidad. Y aún peor: indultar y condecorar a agentes condenados por torturas. ¿Dónde está Galindo, condenado por torturar y asesinar a Joxean Lasa y Joxi Zabala? En la calle. No sólo no hay compromiso contra la tortura, sino que se fomenta con determinadas acciones y actitudes.

Ésa es la realidad que todos tenemos la obligación ética y política de combatir, porque luchar contra la tortura, desde trayectorias y realidades diferentes, es luchar por la paz y la normalización política de nuestro país. Eso es lo que muchos y muchas vamos a hacer este sábado, día 30, al manifestarnos y exigir «Torturarik ez» en las calles de Donostia.

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