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Iñaki Egaña Historiador

Carta a un torturador

La semana pasada me dirigí a una de tus víctimas. Entonces fue la carta a un torturado. Hoy me había prometido tomar la pluma para cambiar las tornas y enviarte unas letras. Carta a un torturador. Me repugna hacerlo, me cuesta un mundo acercarme al papel y más aún rellenar unas cuartillas. Como si el pliego rechazara cualquier familiaridad con una de las ocupaciones más nauseabundas del universo.

Cuando concebí ambas epístolas, supuse que la primera, la de aquel que aguantaba tus excesos y, sobre todo, tus frustraciones, sería más complicada. Y que esta segunda sería seguramente más sencilla. El odio mueve al mundo. Finalmente ha sido al revés. Es más fácil ponerse del lado de quien padece que de quien obtiene resultados del sufrimiento de los demás. Por más que lo intento me resulta imposible encontrar un resquicio de juicio a tu actividad. ¿Quién ampara a los verdugos? Nadie. Todos lo son, lo sois, en silencio. El último conocido por estas tierras, el del garrote vil del franquismo, se colgó de un árbol.

¿Cómo empezar, además? Las citas, los ambientes sobran. Y si los hay son sórdidos, oscuros, repletos de espectros y fantasmas por doquier. No puedo adornar, tampoco, mi reflexión con sonidos naturales, con letras de canciones melódicas, con metáforas de la vida y de la muerte. Porque el torturador se desterró del género humano desde el mismo momento que aplicó su primera picana. Desde entonces, un estigma tan visible como los galones militares cubre tu frente.

No te conozco. Pero he oído hablar tantas veces de ti que, desgraciadamente, tu voz me resultaría familiar. En el autobús, en la taberna, en cualquier lugar donde se percibieran sonidos audibles. No sé si es una voz grave o, por el contrario, aflautada, como aquella que acompañaba al Caudillo que destrozó la vida a nuestros padres. Si tiene altibajos o es pausada. Lo ignoro y no me importa. Sé, en cambio, que es la voz de un torturador y, aunque no soy ducho, es una voz que se ausculta a distancia.

Sé también que ser reconocido por la voz te pone nervioso. Porque sabes que esos compañeros tuyos, a veces tan estúpidos, los que más escrúpulos tienen, o esos otros que han pasado por tus manos, sólo tienen tu voz. Y no es poco. Porque los que han sufrido tus torturas no la olvidarán jamás. La llevan pegada en lo más interno de su ser.

Me comentan que el otro día llevaste a tu hija al cine, a ver «Gru, mi villano favorito» y que, después de comprarle unas palomitas, disfrutasteis durante casi dos horas de esa intimidad que tu trabajo te roba. Te enterneció comprobar cómo aplaudía a los buenos, aunque fueran villanos, y aullaba con los malos. Y le prometiste volver pronto a ver otra película. Quizás no lo hagas demasiado pronto.

Y por eso, dicen, tienes apariencia humana. Falso. Hace ya muchos años que lo humano no se define por un aspecto o un genoma, ahora que sabemos que compartimos con monos e insectos la mayoría, sino por su trayectoria social. Y la tuya, perdona el tuteo, quizás debería tratarte de usted, es antisocial. Antónimo de lo humano.

Porque en tu sombra se agolpa el poso de quienes crearon las primeras mazmorras, violaron a nuestras jóvenes, quemaron a nuestras madres, asaltaron nuestras casas. En nombre de tus dioses, imaginarios y reales como el sueldo que recibes de ese Estado que te ampara, nos hemos tragado siglos de mentiras, asesinatos en masa, fanatismos que concluyeron en limpiezas étnicas e ideológicas. Tus manos están manchadas de sangre. Pero no de ayer o anteayer, sino de siglos de ignominias. Así te despreciamos.

Y por eso, me resulta infinitamente incomprensible que puedas cruzar la calle como todos, abrir el paraguas cuando llueve o llevar a tu hija al cine y sentir lo que los demás también profesamos por nuestros hijos, ternura y cariño. No puedo creer que seas capaz de hacer sentir a alguien, a tu pareja quizás, el deseo de las caricias cuando horas antes has llegado a meter el palo de una escoba a otra mujer por el mismo lugar que una vez parió.

Me dijeron también que en esa casa que compartes con tu familia no hay espejos. Porque no puedes mirarte a los ojos. Nadie puede aguantarte la vista porque la tuya, ésa en la que guardamos secretos, añoranzas y recuerdos, desapareció aquella primera vez que abandonaste el género humano. Porque tus ojos inexistentes son los de un buitre que examina desde el cielo las tierras en busca de presas. Carroña, supones. Mal supones. Tus presas son lo único vivo de tu entorno. Y, como diría el poeta, aunque nadie te mate eres cadáver y aunque nadie te pudra estás podrido.

Mario Benedetti te definió de manera precisa y se preguntaba «qué cangrejo monstruoso atenazó tu infancia, qué paliza paterna te generó cobarde, qué tristes sumisiones te hicieron despiadado». Es intrascendente. Fantaseas con tu obligación, con el desempeño de la máxima responsabilidad que puede recibir un funcionario: la defensa de la patria. Todo por ella, decía en algún cartel cuartelero.

Ése es precisamente tu apoyo. Lo necesitas cada día. Y lo guardas como oro en paño: «Procedió estrictamente a sus deberes en el cumplimiento de la misión que desempeñaba». Deber. Estricto. Cumplimiento. Misión. Palabras que retumban en tu cabeza cada vez te metes de lleno en la faena que te ha sido encomendada. Porque sabes que el trabajo está repartido y tú no haces sino completar esa cadena que mantiene el estado putrefacto de las cosas. Y que ni siquiera hay que ser cínico para negarlo. Lo saben, lo sabemos, lo sabéis. Tu trabajo está distribuido.

Por eso eres minucioso. Cuando te llega una detenida la desnudas, la pones contra la pared, la examinas con tus manos de bárbaro, como si estuvieras en un prostíbulo. Pero ahora no pagas, te pagan por ello. Te excitas con los lamentos, los ruegos. Y escupes tus entrañas gangrenadas dejando una estela pestilente. Te felicitan y te hinchas de orgullo.

Y cuando son ellos, apuras hasta que los detenidos se mean encima, como niños. Porque ya eres un experto. La bolsa, la bañera... lo que sea. El repertorio, como buen profesional, es extenso. No hace falta leer en manuales clandestinos, ni recibir en Fort Bragg o en Bagdad cursillos especiales de tormentos y suplicios. No hace falta a pesar de que instructores sobran. La experiencia es la madre de las ciencias. Y ya son unos cuantos años. Nadie te dijo que pararas.

¿Hay que detener la tortura?, especulas sin embargo una y otra vez, cuando en algún medio se hacen eco de tu actividad. Cómo concebirlo siquiera cuando aquí nada ha cambiado, piensas. Los mismos rojos de mierda, los separatistas de siempre, los terroristas que ahora se esconden tras el pañuelo palestino, esas zorras que salen de la cocina para enredarlo todo, esos jóvenes insolentes que quieren cambiar el escenario. Cómo vas a abandonar semejante responsabilidad. Te piden a voz en grito que no flaquees, que el futuro depende de la humillación del enemigo. Y lo haces a conciencia.

Es tu destino. Lo sabes. Y te confías a ese Dios supremo al que por cierto no cuchicheas hace años. Ese Dios en el que fuiste educado, en su temor. En su templanza, cuyos representantes en la tierra te marcan el camino de la rectitud. Y te sientes nuevamente respaldado. Porque, como se apunta en los Evangelios, perteneces a ese rebaño de los elegidos. Un rebaño que es tu fuerza y la de quienes te acogen. Por eso jamás has tenido siquiera la vacilación de desvelar tus secretos, tu actividad como torturador. Porque nunca pensaste que fueran siquiera pecados veniales.

Pero no te equivoques. Nosotros somos el mundo. Lo tuyo son molinos de viento. Y cuando te llegue el día del último viaje y esté al partir la nave que nunca ha de tornar, como versaba Machado, nos alcanzará entonces la justicia de los justos. Te acogerá la tierra, indignamente, porque la decencia será la de los torturados y la deshonra la tuya. El viento se hará un poco más cálido, la brisa nos refrescará el semblante e incluso avanzaremos una sonrisa. Y ya no estarás para sentir ese descomunal desprecio que se adosará al epitafio de tu tumba por los siglos de los siglos.

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