Cada vez que abre la boca dice algo», contaba Juan José Millás de Felipe González en su entrevista en «El País». Es decir, que podría abrirla sólo para bostezar, pero no. Durante su mandato, la corrupción le desgarró. La acogió primero con incredulidad. Luego la decepción le golpeó, zis-zas, y le dejó muy tocado: decidió no hacer más política institucional. Pero mientras la hacía, y era además jefe del gobierno, le pidieron el visto bueno para volar la cúpula de ETA, (cosa que no parece que le causara incredulidad, decepción ni desgarro). Se lo pensó y respondió que no -o eso dice-, aunque la decisión le torturó. Y así que lo ha soltado, los políticos políticamente correctos se han visto obligados a parodiar reacciones. Desde Núñez Feijoo, que suavemente le pide que se disculpe -como si el GAL fuera una falta de cortesía-, a González Pons, que opina que sus palabras le sitúan en la X del GAL (ni se lo imaginaba, supongo) pasando por los que de carretilla y sin mucho fuelle, han recitado el catecismo de la democracia y el estado de derecho. Lo normalito.

De cualquier otro menos versado en el arte de abrir la boca no sólo para bostezar, podría pensarse que un desafortunado desliz le había llevado a decir lo que no debía. Pero, ¿a que cuesta pensarlo, y más mediando el tema del GAL, de Felipe González? Entonces, ¿por qué ahora? Por las dudas, sale Bono a airear el abecedario: «González: el mejor jefe de gobierno de la A a la X». ¿La A de Amedo? Lo de la X ya lo hemos entendido. Suena a apología, pero no. Es que en ese santuario de la impunidad que es el estado español, cada demócrata la ejercita como quiere.