Maite Ubiria Periodista
La religión militarista no sabe de herejes
Cumbre de la OTAN en Lisboa. Juppé llega con la cartera recién estrenada. Ejerce de consorte de su jefe, Sarkozy. El patrón del Elíseo saborea por anticipado su éxito. La persistencia estratégica en la denominada disuasión nuclear. El eufemismo sirve para vender como imprescindible la interminable factura atómica. Los mandatarios atlánticos apuntalan las cabezas atómicas que amenazan al mundo que, en su ingenuidad, creyó enterrada la Guerra Fría.
Juppé se mostro antes reacio con otro entierro, el de la autonomía francesa en el seno de la Alianza. Se declaró fiel a la línea maestra trazada por el General. Desde su retiro bordelés estampó incluso su firma, en octubre de 2009, en un artículo de opinión compartido con el socialista Michel Rocard en el que ambos «ex» defendían el «desarme nuclear mundial».
El flamante nuevo ministro de Defensa también hizo votos por finiquitar la presencia de tropas francesas en Afganistán, cuestionando un despliegue que hoy por hoy no tiene fecha de caducidad, no al menos fuera de ese horizonte global de 2014 que perfilan los ocupantes occidentales. Como ha dejado claro Sarkozy, la presencia militar gala se mantendrá «hasta que sea necesario».
En unas horas en Lisboa es más que probable que a Juppé se le curen los últimos brotes de rebeldía. El militarismo es un credo arcaico, pero que se reinventa sin cesar para desgracia de pacifistas y antinucleares, un club al que seguramente nunca perteneció de corazón Juppé y del que, si algún día fue miembro, lo reconozca o no, es hoy desertor.
La religión militarista no sabe de herejes. Si nada frustra la magnífica operación comercial, la de Obama se consagrará como la administración estadounidense que ha firmado la venta de armas más millonaria de la historia. Los arsenales de Arabia Saudí se cargan de argumentos frente a la «amenaza iraní».
Quizá de aquí a un tiempo estalle en EEUU el equivalente al Karachigate. El alto grado de moralidad de las autoridades francesas a la hora de colocar armamento ha salido otra vez a relucir. París engordó con suculentas comisiones al muy democrático régimen paquistaní. Un incidente «menor» deslució la faena tantas veces repetida. Y la Francia de los Balladur, Chirac, Sarkozy, De Villepin, la Francia eterna, terminó recogiendo cadáveres y mintiendo a las familias de las víctimas de su imperecedera fe militarista.