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CRÍTICA clásica

Las mil caras de la flauta


Mikel CHAMIZO

Un recital de un flautista a solo puede parecer, a priori, algo de un interés limitado. ¿Tanto da de sí una flauta? Pero las actuaciones de Mario Caroli suponen, siempre, redescubrir ese instrumento que creíamos tan conocido. El italiano consigue que su flauta suene con cien colores diferentes, que cante, que silbe, que desgarre el aire y hasta que parezca un instrumento de percusión. Todas esas mutaciones las pudimos observar en su recital del jueves en el Guggenheim, para el que Caroli escogió cuatro obras de compositores vascos. «Muraiki», del bilbaíno Gabriel Erkoreka, toma como punto de partida una técnica que se emplea al tocar la flauta japonesa de bambú llamada shakuhachi.

Erkoreka crea una gran tensión expresiva al enfrentar los escasos decibelios que emite la flauta baja al sonar de forma tradicional y su enorme sonoridad a la hora de hacer ruidos, suspiros y rugidos. «Muraiki» tiene algo de existencial, y Caroli supo transmitir ese desasosiego de forma casi dramática. Tras «Muraiki» llegó «Melisma Furioso», del también bilbaíno Luis de Pablo. Una pieza larga, agotadora e inflexible, a la que Caroli supo extraer musicalidad incluso en los momentos en que ésta brilla por su ausencia.

Siguieron las «3 bakarrizketa» de Ramón Lazkano. Tres conversaciones del donostiarra consigo mismo, en las que se adivinan todo tipo de reflexiones, maduraciones y referencias intelectuales. Quizá la obra más personal del programa, también la más intrigante, y que Mario Caroli supo comunicar en todo su misterio. La última obra vasca fue «Red» de María Eugenia Luc, argentina asentada en Bilbo desde hace años. Hay una especie de redondez formal en esta obra, en la que lo delicado y profundo va de la mano con lo ameno y rítmico. Caroli la regaló en un extraordinario ejercicio de virtuosismo, que dejó al público clavado en sus asientos e incapaces de mirar una flauta con los mismos ojos de antaño.

 
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