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ANALISIA

Un ritual que ya sólo resulta siniestro

Ramón SOLA

Punto primero: en un país con lábel democrático mínimo las detenciones se definen como un procedimiento contra personas que han cometido delitos. No en Euskal Herria, donde todo el mundo es plenamente consciente de que ninguno de los arrestados ayer ha hecho nada por lo que deban ir a los calabozos. Empezando por el ministro del Interior, que admite que les arrestan por si son «cantera de», «reproducen a»; o sea, por si acaso.

Punto segundo: existe un tipo de detenciones más arbitrario que el común. Son los arrestos políticos. Se hacen para frenar a un sector disidente, en este caso el independentismo vasco, o al menos para intimidarle. No hay duda de que esta última redada entra en esta categoría. Y tampoco la hay de que no cumplirá ninguno de esos dos objetivos. La izquierda abertzale ha dicho por activa y por pasiva que ningún sabotaje cambiará su estrategia. Y los propios jóvenes -que se sabían en el centro de la diana- dieron un paso adelante en Usurbil para explicarle al Gobierno español que «aquí estamos, no nos van a parar».

Punto tercero: en una redada así hay objetivos aún más mezquinos, como lanzar mensajes propagandísticos burdos («esto es la prueba del nueve de que no hemos cambiado») o intentar crear contradicciones al enemigo. Lo primero resulta ya tan reiterativo como absurdo a estas alturas. Sobre lo segundo, Rufi Etxeberria reiteró ayer que nadie va a lograr una escisión en la izquierda abertzale, y recordó que ése sería «el peor escenario», no para este sector político, sino para toda la sociedad.

En Madrid saben todo esto. Sus operaciones son de manual. O, más aún, de ritual. Un ritual periódico que cada vez resulta más macabro, más siniestro, en la medida en que no va a lograr ninguno de sus objetivos. Sólo unas cuantas camas vacías más para estas Navidades.

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