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Atentado en un aeropuerto de la capital rusa

Rusia espera resignada al siguiente atentado

Dabid LAZKANOITURBURU

Ineludible. Periódicamente, Rusia vuelve a las portadas de todo el mundo con motivo de un nuevo atentado, normalmente sangriento, contra sus infraestructuras, principalmente vías de ferrocarril o tráfico aéreo. Esta vez ha sido en la terminal de Domodedovo, uno de los cuatro aeropuertos de Moscú.

De golpe, la tragedia se vuelve visible con decenas de cadáveres destripados junto a la cinta de las maletas de la terminal. Son muchos, pero no más si sumamos los que, día a día, y sin que merezcan el más mínimo breve en los periódicos o la menor reseña en las televisiones, mueren en enfrentamientos o en razzias militares o policiales en las distintas repúblicas del norte del Cáucaso. Daguestán, Ingushetia, Kabardino-Balkaria, Karachaievo-Cherkessia, la propia Chechenia... La región es escenario de una guerra de baja intensidad en la que la religión y la lucha de liberación nacional (tomado el norte del Cáucaso como una suerte de Emirato islamista) se dan la mano ante la que Moscú ha decidido mirar hacia otro lado mientras permite la consolidación de poderes locales puramente represivos y corruptos que no hacen sino echar más leña al fuego y más jóvenes, si ningún futuro, al monte. En definitiva, al maquis.

Una guerra, al fin y al cabo, que responde a los parámetros que puede soportar el poder de la nueva Rusia, siempre que se desarrolle allende las fronteras que marcan el territorio inhóspito y que tan bien reflejaron escritores como Lermontov. Pero que se torna demasiado cercana, pornográfica, cuando llega al corazón de Moscú. Y nada apunta a que eso vaya a cambiar. La insurgencia caucásica tiene medios y gente dispuesta a penetrar hasta el «centro de la bestia» -en su argot- y propinarle golpes fuertemente mediáticos a costa de sus propias vidas. Y frente a eso poco más puede hacer Moscú que dejar en evidencia sus evidentes carencias en materia de seguridad.

Porque si el Cáucaso ha sido la argamasa sangrienta que de la mano de Putin permitió edificar la «nueva Rusia», es a la vez su Talón de Aquiles. Una tierra indómita que se niega a asumir el destino de convertirse en una suerte de vertedero de todos los males a la que le ha condenado el Kremlin.

Y el problema es que la política de tierra quemada aplicada por Rusia en los últimos quince años le ha dejado sin interlocutor alguno, por lo menos en parámetros asumibles. Putin anunció en su día que cazarían a los «terroristas» en las letrinas. El hedor de éstas ha llegado a Moscú.

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