El lehendakari de tres territorios vascos quizá no quiso decir lo que dijo, pero lo dijo. Quizá no quiso decirlo no porque no lo piense, sino porque, tal vez, después se diera cuenta de que no se encontraba en Qatar departiendo con esas familias que deciden la suerte de los súbditos de aquella curiosa democracia. Lo dijo y dejó meridianamente claro su pensamiento, vinculando la lengua vasca a la violencia y a la falta de libertad. No se refería a siglos de persecución, de prohibición por la fuerza. No tenía en mente el violento intento de hacer desaparecer el euskara por medio de la prohibición de su enseñanza y el castigo a sus hablantes. Es innegable esa relación de la violencia con el euskara o, más exactamente, sobre el euskara. A buen seguro, el propio López considerará que cometió una torpeza inexcusable por haber dicho lo que no debía y por haberlo dicho de modo tan zafio. Por haber dejado tan claro que está alineado con quienes intentaron e intentan impedir la normalización del euskara, con quienes creen que cada paso que avanza esa lengua es, aun a su pesar, una concesión del imperio, con quienes consideran que el euskara es una lengua del pasado, lo cual explica la presencia de Jon Juaristi en el Consejo Asesor del Euskera. Un siglo después de que Miguel de Unamuno condenara el euskara al museo, el euskara vive, a pesar de los Juaristi y los López, a pesar de la violencia.