ANÁLISIS | NARCOTRÁFICO EN MÉXICO
Guerra por las drogas
«Esta porquería sangrienta en la que nos han metido Calderón y sus mentores del norte no sería una guerra contra las drogas sino una guerra por las drogas: una negociación a balazos para regular un mercado que, como se aprecia en EEUU, no desaparece, sino que se regula».
Pedro MIGUEL Periodista
La idea de que la sangría que vive México en estos tiempos no es parte de una guerra contra las drogas sino una guerra por el control de ese mercado está más arraigada en el país. Durante estas líneas, el autor reflexiona en ese mismo sentido.
Estamos progresando» y «ya se están viendo resultados reales», dijo Hillary Clinton acerca de la estrategia de su Gobierno en materia de presunta seguridad y supuesto combate a las drogas, estrategia aplicada en México por Felipe Calderón. ¿O de qué otra manera puede entenderse la conjugación en primera persona del plural del verbo que precede al gerundio de progresar?
El arrebato conjunto fue subrayado este mismo lunes por la secretaria de Seguridad Nacional, Janet Napolitano, quien advirtió, también en la primera persona del plural, que Washington y sus cada vez menos desembozados representantes en México «seguiremos trabajando para desmantelar y derrotar» a los cárteles de la droga.
Qué bien. Tal vez en unas décadas México deje de ser ese territorio de barbarie, combates, decapitaciones, descuartizamientos y secuestros, y se convierta en algo semejante a Estados Unidos, es decir, en un país en el que el narcotráfico funciona de manera civilizada: la droga entra sin aspavientos por las fronteras, llega a los consumidores sin atrasos ni desabastos, deriva cientos de miles de millones de dólares a los circuitos financieros honorables de Wall Street y casi no causa más muertes que las de los usuarios entusiastas que se colocan más de la cuenta.
La ciudadanía mexicana, en proporción creciente, percibe el problema de manera distinta. Intuye que un hilo de sangre vincula las palabras de esas funcionarias extranjeras con muertes como la de Karina Ivette Ibarra Soria, tiroteada sin justificación alguna por policías federales el sábado pasado en Ciudad Juárez, o con los 18.000 secuestros registrados en los cuatro años horribles de Calderón en Los Pinos, o con las 30.000 muertes violentas del mismo periodo, y que la injerencia gringa, cada vez menos disimulada, apunta precisamente a eso: a propiciar nuestra destrucción como sociedad articulada para construir en este sufrido territorio un mercado -de drogas, de comida chatarra o de pantallas planas; al neoliberalismo le da igual- tan armonioso y apacible como ese mercado estadounidense de las drogas ilícitas.
Así vistas las cosas, esta porquería sangrienta en la que nos han metido Calderón y sus mentores del norte no sería una guerra contra las drogas sino una guerra por las drogas: una negociación a balazos y granadazos para regular un mercado que, como puede apreciarse en Estados Unidos, no desaparece, sino que se regula por una mano que sólo resulta invisible para quienes se empeñan en no querer verla.
Esos arguyen que no es momento de criticar a las autoridades mexicanas; qué barbaridad, tan heroicas ellas, que, desde sus búnkers y arropadas por cuerpos blindados, exigen a la inerme mayoría de la población que se solidarice con esta causa noble y denuncie a los malos.
Uno que otro propagandista oficial con pretensiones de ideólogo gasta incluso valiosísimos recursos neuronales en explicarnos el método adecuado para esclarecer quiénes son los auténticos «hijos de puta» en este conflicto, y quiénes, los patriotas que se sacrifican para devolvernos la seguridad perdida.
Por desgracia, los insultos no son categorías muy eficaces que digamos para deslindar responsabilidades. Qué pena tener que ir a lo axiomático: la delincuencia delinque, no se hace cargo de la aplicación de las leyes. El Ejecutivo federal, en cambio, tiene a su cargo la preservación de la paz pública, el ejercicio de la soberanía en el territorio nacional, así como la vigencia del derecho a la vida y a la integridad de los habitantes. Y la mafia política, empresarial y mediática, no puso en el cargo a uno de los capos contra los que supuestamente se lleva a cabo esta guerra, sino a un grupo de funcionarios que ha fallado sistemáticamente en cumplir con los deberes mencionados. Es por esas razones que la consigna «basta de sangre» se dirige, ante todo, al calderonato.
Pero ese régimen se ha hecho merecedor a múltiples estrellitas en la frente de las que otorgan hadas madrinas como las citadas Hillary Clinton y Janet Napolitano, quienes no moderan su entusiasmo, ni siquiera por pudor, ante la multiplicación de muertes como la de Karina Ivette. Incluso da la impresión de que la guerra por las drogas no es un invento del Gobierno de Felipe Calderón, sino un programa de Washington.
Hay que ir pensando en incluir al gobierno del país vecino entre los destinatarios de la exigencia: no más sangre.
© La Jornada, Artículo publicado en las páginas de este diario mexicano.