Alemania es un país con unos costes laborales y una presión fiscal mayores que los de las economías de su entorno. Y además tiene una ventaja comparativa con el resto de los países de la eurozona, especialmente con los periféricos, en relación a la máxima eficiencia de los factores de producción. Ahora está determinada a exigir en nombre de la competitividad nuevos recortes a las rentas del trabajo, que partiendo de la contención salarial van a encarecer todavía más la vida de la gran mayoría de las gentes trabajadoras. El Gobierno español ya ha dicho que seguirá la senda de Merkel. Unir la política salarial a la productividad sin conexión con los índices de carestía de la vida traerá consigo una pérdida de poder adquisitivo, en una economía con un modelo que destaca por acusar los ciclos económicos y que en los últimos años ha visto además cómo la distribución de la riqueza se ha escorado en favor de las rentas del capital en detrimento de las rentas del trabajo. Precisamente, si partiendo del mínimo que en todo caso debe marcar la inflación, durante los años de bonanza se hubiera actuado en función de la productividad, esa distribución de la riqueza no sería la misma. Pero entonces no les interesaba.