Aitxus Iñarra Profesora de la UPV-EHU
La inercia
«Retener y fluir, inercia y movimiento natural, dos fuerzas que alimentan al mundo», en opinión de la autora, dos actitudes que responden a dos éticas distintas. Ilustrándola con relatos de la tradición zen, o reflexiones de Chuang-Zu, analiza una inercia que aprisiona, contiene y apaga toda innovación, distinta del «retorno permanente de los ciclos de la naturaleza», que preserva la dinámica unidad de la vida. Defiende un comportamiento no inerte que suscite lo creativo, que genere reacciones en el lugar y momento oportunos.
El río es una antigua metáfora de la vida. Existen todo tipo de corrientes, pero en todas ellas, calmadas o rápidas, es preciso actuar de algún modo. Hay que decidir qué se hace, para qué y cómo. Un relato de la tradición zen nos muestra las distintas actitudes con que dos monjes afrontan el mismo suceso. Camino del monasterio se encontraron con un río que debían atravesar. En la orilla estaba una mujer joven que no se atrevía a cruzarlo. Con toda naturalidad uno de los monjes la subió sobre sus hombros y la llevó hasta la otra orilla. El otro monje estaba furioso. No dijo nada pero hervía por dentro. Eso estaba prohibido. Un monje budista no debía tocar a una mujer, y su compañero no sólo la había tocado, sino que la había llevado sobre los hombros. Al cabo de un buen rato, cuando llegaron a las puertas del monasterio, el monje que estaba enojado le dijo a su compañero:
-Tendré que decírselo al maestro e informarle acerca de lo ocurrido. Está prohibido.
-¿De qué estás hablando? ¿Qué es lo que está prohibido? -le respondió.
-¿Te has olvidado? Llevaste a esa hermosa mujer sobre tus hombros -le dijo todavía airado.
El otro monje se rió y luego le respondió: -Sí, yo la llevé. Pero la dejé hace rato al otro lado del río. Tú todavía la estás cargando.
Dos actitudes que responden a dos éticas distintas. Uno de ellos retiene en su memoria lo acontecido, y amonesta a su compañero por infringir la norma monástica. Su ética depende de una moral externa y parcial. La actitud del otro monje es espontánea, su acción inmediata es acorde a la necesidad del contexto. Fluye, dejando morir lo vivido. Su ética es natural.
Retener y fluir, inercia y movimiento natural, dos fuerzas que alimentan el mundo. A la primera se refiere la física mecánica como la resistencia que oponen los cuerpos a cambiar el estado o la dirección de su movimiento. Corresponde fundamentalmente al mundo de la materia que se muestra denso, pesado, como las máquinas que ha fabricado el ser humano en los últimos siglos de la industrialización.
La inercia, asimismo, se halla intensamente enraizada y extendida en la sociedad actual y en la conducta de los seres humanos. Tal es el caso de los adoradores del Yahveh represor o de los fervientes devotos de los Mercados, tan incognoscibles uno como los otros. Pues, aunque las situaciones de cambios que vivimos parezcan estar más regidas por el fluir que por la fuerza de la inercia; muchos de ellos, en esencia, apuntan a la misma dirección ya conocida. Subyace en ellos la misma resistencia pesada. La conducta similar que incide en el mismo desarrollo y no modifica la posibilidad de un sentido diferente. Rasgo propio de la sociedad de masas y del individuo poco consciente, se manifiesta en actitudes ya predichas, inertes. Más cerca del control, de lo convencional, y más alejado de lo natural, impide u obstaculiza el surgimiento de lo nuevo.
Desde la inercia se tiene la sensación de percibir siempre lo mismo, aunque en realidad lo que produce es la misma idea, la misma conducta una y otra vez. Sucede como cuando vemos un cuadro impresionista de Monet, y lo hacemos desde la mirada rutinaria. Entonces le aplicamos la interpretación y reacción para las que estamos predispuestos. Nuestro bagaje conceptual siendo el que es, se ve reforzado porque existe un componente de repetición y previsibilidad en los juicios. Sin embargo, si nos dan una nueva información de datos o emocional, como que la forma de pintar de Monet estuvo mediatizada por las cataratas que padeció durante muchos años, es probable que nuestra manera de ver la misma pintura sea distinta, y seamos capaces de crear un juicio diferente. Lo nuevo rompe la predisposición y entonces damos una respuesta fresca, inédita. La predisposición y el hábito, por el contrario, conducen a la repetición.
En nosotros, desde hace tiempo, han enraizado inercias que incluso se han llegado a convertir en certezas. De modo que buena parte de nuestros pensamientos, sobre todo cuando se alimentan del pasado, tienen algo de inerte. Además, en la vida cotidiana la identificación del pensar con el existir es un hecho generalizado. Pues, a pesar de que sepamos o intuyamos que la existencia es más poderosa que el simple pensar, y que identificar pensar con existir convierte al individuo en más rígido, menos vivo, el lema de Descartes «pienso luego existo» se ha convertido en una evidencia.
Y es que nos han educado en una intensa pulsión a la repetición, en la respuesta condicionada ante estímulos parecidos, generando, en ocasiones, situaciones conflictivas. En tales casos uno puede sentirse agredido, sentir miedo o ira, sufrir o reaccionar de forma autoritaria. Asimismo, se dan situaciones en las que existen condiciones para mejorar una situación, o para crear algo nuevo, pero la inercia humana puede llegar a ser tal que nos puede impedir adaptarnos a lo nuevo y aceptarlo.
La tendencia a lo inflexible elude o dificulta la transformación, enreja al individuo y al colectivo. Esto constituye un rasgo propio de las instituciones o, mejor, de las mentes y códigos que propician su existencia. Por ello, a mayor rigidez podríamos decir que existe una mayor resistencia, mayor inmovilismo. Tal es el caso de las anquilosadas instituciones militares, la institución monárquica o la religiosa. Todas ellas inconmovibles y aprisionadas por los códigos de la violencia legítima, el poder de la herencia o la rigidez de los dogmas, respectivamente. Empujadas inexorablemente a crear idénticas relaciones, esquivando siempre que pueden cualquier transformación significativa. Niegan ciertamente la fluidez del acontecer vital, no aceptando la espontaneidad, la frescura vivaz de los cambios del momento.
La inercia de la que hablamos se distingue del retorno permanente de los diversos ciclos de la naturaleza, como son las estaciones, las migraciones de las aves... Aquella aprisiona, contiene, apaga toda innovación. Éstos, por el contrario, son movimientos naturales y no mecánicos, complementarios, destinados a preservar la dinámica unidad de la vida. Y también debemos distinguirla de la quietud, ya que ésta no se relaciona con la resistencia, sino con la actitud interior del poder ver. Es otra forma de cognición que se acerca más a la contemplación y a la comprensión.
Establecida como hábito y rutina, la inercia se muestra sutil y escurridiza. Parece que te descarga del esfuerzo, procura una aparente comodidad, una simulada no agitación. Tiende a dejarlo todo como está. Sin embargo, propicia un estancamiento tal que acaba con la fuerza creativa del fluir, bloqueando la respuesta adecuada, oportuna al evento que se despliega ante uno mismo. Salirse del surco trazado por la inercia requiere de lucidez, del arte de darse cuenta. Implica ir más allá de la respuesta esperada. Exige un esfuerzo consciente y es una rareza porque hay que vencer la desconfianza y el temor a perder algo de lo que se posee. La respuesta no inerte suscita lo creativo, dando paso a la reacción adecuada en el momento y lugar oportuno.
Chuang-Tzu nos da una bella imagen sobre la liberación de la inercia refiriéndose al espejo: No se aferra a nada, no rechaza nada. Recibe pero no guarda; por lo tanto, nunca se mancha. No tiene color, por lo que puede reflejar todos los colores. O, como hacía el monje del relato: cruza el río de los acontecimientos, consciente de cada paso y libre.