El poder de la calle expulsa a Mubarak
La revolución popular egipcia puede apuntarse su primer triunfo. El presidente de Egipto, Hosni Mubarak, abandonó ayer el poder, que asumió el Ejército. Anteayer, el räis había dejado perplejo a medio mundo y en evidencia a Estados Unidos cuando en su última alocución al pueblo al que a tantas penalidades ha sometido dijo que continuaría en el poder hasta el mes de septiembre, toda vez que el mundo y especialmente los egipcios esperaban una renuncia inminente, tal y como había anunciado el propio director de la CIA. Sin embargo, resultaba evidente que ante el empuje popular, que en ningún momento ha dado señales de ceder, ésta no tardaría en llegar.
No ocurrió anteayer, pero sí ayer, horas después, cuando para el Ejército egipcio resultaba muy difícil prolongar la disyuntiva de mantener al presidente en su cargo o aparecer como árbitro de la situación y cuando Estados Unidos y todo Occidente se encontraban en una situación más incómoda si cabe. Sin lugar a dudas, el factor determinante en la dimisión de Mubarak ha sido la movilización popular, una revuelta que, al igual que en Túnez, no ha remitido ni ante las promesas de reformas y que el último discurso del räis, lejos de calmar, indignó más aún. En la última semana la revolución se había extendido geográficamente, pero también en cuanto a su carácter, incluyendo huelgas en importantes centros industriales.
Junto a algunos interrogantes sobre el motivo por el que Mubarak no dejó anteayer el poder, queda la incertidumbre sobre el devenir del país, pero también la constatación de que el pueblo egipcio no se ha levantado meramente contra el presidente del país y su Gobierno, sino contra un régimen autocrático, corrupto y generador de injusticia social. La mera dimisión de Mubarak no significa que Egipto sea un país libre, pero el pueblo egipcio tiene motivos para la esperanza si confía en sí mismo y mantiene la determinación que ha demostrado las últimas semanas.