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El caso Camacho, una lección para que los clubes vascos nunca olviden su valor añadido

El entrenador del Real Madrid, Jose Mourinho, lamentaba hace unos meses que nunca podría igualar a su gran rival, Pep Guardiola, en una cosa: «Es el entrenador perfecto para su equipo; es catalán, es culé, nació allí, lo sabe todo». Es un principio que han seguido históricamente los clubes vascos con éxito: Clemente era el Athletic; Ormaetxea, la Real; Alzate o Zabalza, Osasuna...

Hace dos años, el presidente rojillo, Patxi Izco, decidió desatender esa norma de sentido común y echar no sólo al equipo, sino a todo el club, en brazos del ex seleccionador español José Antonio Camacho. Si el balance deportivo ha sido mediocre, el social resulta desolador. La afición jamás encontró un entrenador más antipático y lejano, el equipo está despersonalizado y cargado de años, la cantera ha sido marginada, ha perdido 2.000 socios...

Ahora Camacho se va, pero Osasuna sigue, aunque sea con las constantes vitales maltrechas. Su paso queda como una lección para que los rojillos -y el resto de los clubes vascos- no olviden nunca cuál es su valor añadido: sus jugadores de casa, su afición, su identificación. Una gran verdad, aunque la diga Mourinho.

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