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Floren Aoiz Escritor

El futuro de este país no está en manos de los jueces españoles

La sentencia del Tribunal Supremo español que rechaza la inscripción de Sortu como partido político refleja, según Aoiz, que la unidad de los poderes del Estado se está resquebrajando. Su actitud inmovilista y amenazante ante los acontecimientos, constata, tiene antecedentes en el Estado español, y recuerda que la vía represiva consecuente a esa actitud contribuyó a liquidar el imperio.

Sé que estamos comentando una decisión de 16 jueces españoles. También soy consciente de que esperamos lo que puedan acordar otros. Sin embargo, todo esto, lejos de indicar fortaleza por parte del Estado español, demuestra que quien marca las pautas es la sociedad vasca, con sus agentes más activos a la cabeza. Nuestro pueblo, pese a no disponer de cauces legales para decidir, está ya tomando importantes decisiones ante las que el Estado español se muestra impotente, por más que despliegue todo su arsenal de tribunales, leyes, fuerzas policiales y mecanismos para la manipulación de la información.

Hace unos días, un medio de comunicación español aireaba que en anteriores ocasiones se había simulado la unanimidad en el Tribunal Supremo, esto es, que se nos había mentido sobre el estado de opinión entre los jueces presentando como unánimes resoluciones que no lo eran. Se evidenciaba así la asunción por parte de la judicatura de un papel beligerante, activo y protagonista en las reformulaciones de la «estrategia antiterrorista», mediante la aplicación de una lógica represiva que dejaba de lado leyes y razones jurídicas. Nadie pareció indignarse ante aquella revelación: era lo lógico en un estado sin separación de poderes en el que sólo hay defensores de la razón de estado «desdoblados» en unas u otras instituciones.

Ahora, en cambio, la decisión del Supremo se ha producido tras una importantísima división interna y con varios votos particulares. No tenemos muchas razones para creer las versiones oficiales u oficiosas sobre el resultado real de la votación: si nos mentían antes, es posible que lo hagan ahora también. Pero hay un dato indiscutible: se ha roto la apariencia de unanimidad y eso ya es un síntoma del cambio. Yo no hay acuerdo unánime, ni siquiera en presentar el acuerdo como unánime.

¿Qué y hasta qué punto ha cambiado? La respuesta no es sencilla, porque esta es una jugada a dos tiempos y conviene esperar hasta el último de ellos. Pero ya podemos percibir que se está resquebrajando la unidad de los poderes del Estado, por más que PP y PSOE hayan logrado hasta ahora mantener, como el Supremo hiciera en otros momentos del pasado, la apariencia de unidad y consenso.

El paradigma del «antiterrorismo» cae en picado y crece la incertidumbre sobre el futuro entre quienes se las pintaban muy felices con su relato de la derrota de ETA. Si es obvio que les resulta imposible recuperar la iniciativa, ¿cómo van a hacernos creer que están gestionando una victoria?

Sus miedos, sus complejos y su inmovilismo les impiden actuar con audacia. El pánico al cambio los atenaza y ni ven ni van más allá de las viejas recetas. Pero hace ya tiempo que las ruedas del Estado patinan en el barro y la división en el Supremo refleja su incapacidad para ponerse de acuerdo en cómo salir del atolladero.

Y esto lo ha conseguido una sociedad activa. Esto es fruto de un debate valiente del que ha surgido una estrategia firme e inteligente. No es cuestión de abogados sagaces (que la izquierda abertzale los tiene, como ha vuelto a demostrarse) ni de «cintura política», sino de la determinación de abrir un nuevo escenario, una determinación que está rompiendo todos los diques.

Aunque algunos medios de comunicación hayan afirmado que Sortu ha recibido un duro golpe, estamos ante un auténtico «autogolpe», que los aparatos del Estado se han dado a sí mismos por su incapacidad para ofrecer una respuesta unitaria. La no inscripción de Sortu en el registro de partidos es, obviamente, una muy mala noticia, pero si uno mira más allá ve que es el Estado español quien tiene más razones para preocuparse por el curso de los acontecimientos.

La legitimidad del Estado español y su nacionalismo caen en Euskal Herria (y en Catalunya, por cierto) mientras algunos no tienen nada mejor que ofrecer que proclamas inmovilistas y amenazas. Es más, parece que han perdido el sentido de la realidad y levitan sobre una situación que no pueden controlar.

Una actitud con muchos antecedentes en la historia del nacionalismo español, todo sea dicho. Al hilo de la celebración de los 200 años de los primeros pasos hacia la independencia de las entonces colonias españolas en América, perdieron otra oportunidad para romper con el pasado. Nunca han sido capaces de asumir la descomposición de su imperio y quien conoce las actitudes que hace dos siglos mantuvieron los gobernantes españoles sabe que todavía hoy pueden encontrarse expresiones de la misma imposibilidad para asumir que alguien no quiera ser español.

Un grito de independencia recorría las colonias españolas, pero en la corte de Madrid eran muy pocos los que asumían la realidad. Se imponían quienes presentaban la rebelión como obra de unos pocos sediciosos, rechazados por la mayoría, que no deseaba otra cosa que seguir formando parte del imperio. Hubo quien, como Mariano Torrente, afirmaría en 1829 que la recuperación de los territorios separados sería fácil, porque habían quedado en manos de tiranos «terroristas, monstruos de barbarie, depravados y sanguinarios».

Aunque hubo otras voces, en la «opinión pública española» dominaban los defensores de la acción militar para frenar los procesos independentistas. Bastaría con enviar el número suficiente de soldados para sofocar las revueltas. Sólo se prestaba atención a quienes desde América se mostraban defensores de la continuidad del imperio. La suya era la única voz que se escuchaba, porque era la única a la que el orgullo herido permitía atender.

En esto poco variaron absolutistas o liberales, la razón de estado empujaba a conservar el imperio a costa de lo que fuera necesario, y esta obstinación, materializada en todo tipo de crueldades y sacrificios absurdos, culminó con la expulsión de los españoles de la mayor parte de sus colonias americanas. Si se me permite el anacronismo, la «vía policial» contribuyó a liquidar el imperio, al impedir a los gobernantes españoles maniobrar a la búsqueda de otros escenarios. Para cuando quisieron ensayar fórmulas intermedias, era ya demasiado tarde.

No es de esperar de los gobernantes españoles del siglo XXI una actitud que sugiera que han aprendido de aquella experiencia. Dudo que ninguno de ellos se haya molestado en pensar sobre ello. Es como si todo aquello nunca hubiera sucedido. Por eso no parecen darse cuenta de que les está volviendo a ocurrir.

Pueden convencerse de que el deseo de la mayoría de la sociedad vasca es seguir formando parte del Estado español. Pueden constatar que la mano dura y el inmovilismo son las posiciones dominantes en la opinión pública española, que ha sido debidamente aleccionada para ello durante demasiado tiempo. Pueden creer que el futuro está en manos del Estado, de sus jueces, de sus policías o de sus cronistas.

Pero no es así. Los americanos ganaron su independencia arrojando al estercolero de la historia los triunfalistas análisis de los gobernantes españoles. Y nos enseñaron que el camino puede ser duro y largo, pero lleva a la libertad.

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