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ARTEMIO ZARCO

Maquillajes y sus modos

En su afán de parecerse a los dioses, o por lo menos a alguno de ellos, al hombre y por supuesto a la mujer, siguiendo el ejemplo de Proteo, les gusta adoptar formas distintas, unas veces para mejor desorientar a los demás, otras para experimentar.

Para ello, al igual que el dios, se sirven de artimañas entre las que se pueden destacar los maquillajes que a su vez pueden ser cambiantes y aplicables a objetivos varios. De modo un tanto personal se me ocurre distinguir entre el maquillaje del rostro, el de los sentimientos y el de las cuentas. Todos tienen un punto de coincidencia: ocultan la realidad.

Maquillar el rostro que según todos sabemos es el espejo del alma para intentar embellecer a ambos, constituye un arte que se puede conseguir con unos simples trazos o con complicadas aplicaciones de cremas y cosméticos. El maquillaje puede ser el resultado de una inspiración, pero a menudo es un fracaso y lo que es peor, un permanente fracaso. Es lo que le ocurre a la duquesa de Alba. En sus insistentes apariciones y a pesar del tiempo y del dinero que dedicará a su tocado y a su peinado surrealista que de alguna manera lejana sugiere las pelucas altaneras de María Antonieta, no consigue, ni conseguirá recuperar su juventud hace tiempo perdida, ni sonreír con la frescura de la adolescencia, ni recobrar el timbre de voz de sus años mozos y ello a pesar de que se aferre como se aferra tenazmente a ese tiempo pasado en la medida de sus posibilidades que son muchas.

Esta búsqueda patética, diaria, del chorro de la fuente de la eterna juventud a través de maquillajes y de cirugías faciales, de vestidos juveniles y de rodearse de gentes mucho más jóvenes en un intento desesperado de poder captar lo que pueda emanar de ellos, está destinada a un rotundo desastre.

La duquesa de Alba, con independencia de resultar una demostración perfecta de que no es en balde, ni reducible el paso del tiempo, es todo un símbolo. Pero no un símbolo más, sino el símbolo del poder al que se le puede añadir un adjetivo, el del poder histórico y económico: latifundios, decenas de miles de hectáreas cultivables, castillos, granjas, palacios, pinacotecas... los Alba han superado los cataclismos de la historia, de los que siempre al final surgen del lado de los vencedores.

Toda esta elucubración sólo pretende, no sé si en forma de fábula o de moraleja, indicar o por lo menos sugerir las mil y una formas que adopta el poder para perpetuarse, y la inutilidad de tanto esfuerzo de quien no quiere recordar, como dice el poeta, que nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar que es el morir, y que allí van los señoríos derechos a se acabar y consumir.

Establecida pues la conclusión de que los maquillajes no le van a rejuvenecer a la duquesa, ni prolongar su ciclo vital y confirmada esta conclusión tras repasar lo hasta ahora escrito, pasemos a otro maquillaje.

De pronto, repasando por motivos de trabajo viejas sentencias del Tribunal Supremo, tropecé con una que apartándose del estilo habitual utilizaba expresiones no acostumbradas. El Supremo y los tribunales en general resultan más bien secos en expresar emociones y en cambio esa sentencia tenía hasta donde cabe un aroma romántico que tras décadas de ejercer de abogado me sorprendió. Era un caso de estafa calificado por el Tribunal de «fraude amoroso». En definitiva consistía en que el estafador declarándole su amor a la estafada se quedó con los ahorros de ésta de toda una vida. Relata la sentencia que el fingimiento utilizado por el autor era triple: ficción de un negocio inexistente; ficción de amor; ficción de promesa de matrimonio «llegando incluso a iniciar los trámites oportunos para tal fin».

En cuanto la burlada novia le entregó sus ahorros para invertir en el inexistente negocio del fingido novio, éste la dejó plantada.

De esta triste historia se puede y se debe sacar una enseñanza que ojalá nos sirva para andar por este mundo lleno de trampas. Si la duquesa emplea una parte importante de su tiempo y de su fortuna en intentar recuperar una parte de su juventud perdida a través del maquillaje y de los masajes diarios, el falso novio de la sentencia tuvo que ensayar y utilizar otros maquillajes, el de los gestos adecuados para aparentar un dulce mirar y un rostro feliz por el milagro del amor.

En definitiva, todo maquillaje sea facial, sea gestual, implica un objetivo, fracasado en el caso de la Duquesa, transitoriamente conseguido en el caso del novio falso hasta que la justicia intervino.

Maquillar la contabilidad de una empresa es una práctica tan vieja como la propia humanidad, siempre con la intención de simular unos resultados mejores frente a los bancos a los que se les va a pedir un préstamo o una línea de riesgo.

Parece mentira que algo en principio tan exacto como los números o las sumas y restas o el Debe y el Haber, se pueda convertir a través del maquillaje en una gran mentira.

Otra cosa es que cuele, pero la intención es clara.

Pero no queda ahí la cosa. Si hasta ahora el maquillaje contable lo utilizaba la propia empresa para mejorar su cutis o lo que es igual, su apariencia económica, en los aciagos tiempos que corren han surgido maquillajes de signo contrario con la finalidad de desprestigiar como ruinosas o arriesgadas las economías revisadas.

Indudablemente no es la propia empresa en una especie de suicidio económico la que maquilla en su perjuicio esas cuentas. Son terceros, americanos por ahora que yo sepa, que se dedican a calificar la situación de economías privadas y públicas sin que éstas les hayan hecho ningún encargo al respecto.

Esas informaciones han sido denunciadas ante la justicia por los revisados como poco o nada fiables, carentes de transparencia y al servicio de bastardos intereses especulativos.

Pongamos un ejemplo: el Estado español entre otras medidas frente a la crisis que nos acosa, anuncia la emisión de deuda pública en Bolsa a devolver en los plazos que sean a un interés equis.

En esta situación irrumpen en el escenario mundial las agencias de calificación de riesgos que sin que nadie se lo pida le dan el aprobado o el suspenso o el sobresaliente al calificado.

Evidentemente, si en el momento de la emisión de la deuda pública le bajan al Estado español a los últimos puestos de la lista, en los que se sitúan a los malos pagadores, la emisión se va, si se me disculpa el sustantivo, a la mierda con los correspondientes apuros económicos para el calificado, quien para contrarrestar la mala calificación tendrá que compensarla aumentando el interés de la emisión, según la vieja regla de la Bolsa: a mayor riesgo, mayor interés.

En mi crónica anterior me refería a estas agencias de calificación de riesgos. Recordemos sus nombres: Standard and Poor's; Moody's, Fitch...

Que cuatro o cinco agencias de capital privado en el contexto global puedan perturbar la economía mundial en los momentos de crisis hasta arruinar al elegido y enriquecer al especulador, sólo se explica sobre la base de que el capitalismo neoliberal que nos ha tocado para nuestra mala suerte, es una delirante locura a merced de lunáticos que confunden crear riqueza con especular.

Y todo ello a través de un tinglado teatral con un telón de fondo que simula seriedad con aspecto de laboratorio económico, de centro de análisis y de estudios, con sus revistas y sus ciclos de conferencias, con sus colectivos de ejecutivos y sus cuidados y encorbatados atuendos de creadores de mercados y con sus equipos de expertos de bata blanca entre los que probablemente se encuentra algún Nobel.

Esas agencias de calificación o sus equivalentes en ese mundo financiero y bancario lo mismo que te suspenden y te hunden en la miseria pueden alegrarte el corazón y el balance como hace unos días el informe de Morgan Stanley en el que se dice que «el panorama de España aunque sigue siendo débil, ha cambiado considerablemente a mejor». Estupendo, pero quedan sin aclarar dos preguntas: la de si esta amable calificación le ha costado algo a España y, en caso afirmativo, cuánto.

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