Antonio Alvarez-Solís Periodista
Una época de barbarie
A raíz del fallo del Tribunal Supremo que no reconoce a Sortu el derecho a existir institucionalmente, el autor, que no abrigaba ninguna «esperanza sólida», analiza las implicaciones de esta decisión. Afirma que este proceso ha revelado que España no se basa en la división de poderes, «sino en un complejo de fortines», y entiende que tras lo ocurrido «los vascos dignos procedan con una comprensible y recta desinstitucionalidad», una estructura paralela en cuyo marco puedan proseguir libremente el debate de las grandes cuestiones que afectan al pueblo vasco. La «manipulada robótica legislativa» y la «torpeza tras torpeza» del poder, concluye, fabrica sordos que alucinan en su sordera.
No abrigué en ningún momento una esperanza sólida en que el Tribunal Supremo reconociera el derecho de Sortu a existir institucionalmente. Incluso sospeché que la votación invalidante de Sortu iba a reunir más sufragios y que se iba a basar en otros argumentos más agresivos. En lo primero no me equivoqué. En lo segundo sucedió lo inaudito.
En primer lugar, no se puede eliminar un gran proyecto de paz por dos votos de diferencia en un proceso que tuvo de todo menos de análisis penal, que hubiese constituido el único intento medio creíble para apartar a miles de ciudadanos de su propósito de participar en la legítima gobernación de su país. Es más, respecto a este último aspecto, los jueces calificaron de «legítima ideología» la ideología de Sortu. Frente a ello, que imponía la legalización, se recurrió a una falacia para consumar el atropello: que el nuevo partido era heredero de Batasuna y Batasuna constituía una organización ilegal. Un silogismo procesal pretencioso y ridículo. Fue una risible trasposición de las leyes de la genética ¿Cómo se puede hablar de sucesión de forma tan especiosa y en materia de ideas?
Las ideas son determinantes a la hora de enfocar la actuación política; no valen frente a la propuesta política, que es sustancial, observaciones de dependencia procesal, que son adjetivas. Hacía tiempo que no teníamos entre manos una reflexión turbada hasta tal punto por la obligación de la obediencia, más contubernio que otra cosa. Las instituciones españolas se mueven, merced a una dialéctica débil, en un proceso mental que se basa íntegramente en la negación terca de toda creatividad que ponga en entredicho el cinturón de hierro que componen hoy los diversos escalones institucionales. España no se basa en una real separación de poderes, sino en un complejo de fortines.
Todo en este proceso ha revelado nuevamente el color ceniciento del ejercicio político. Los papeles de la necia comedia fueron repartidos con impudicia visible. El Sr. Zapatero dejó entrever cierta benevolencia hacia el propósito abertzale mientras atizaba el horno de una justicia teledirigida desde el pulmón gubernamental. Y así protagonizó los dos papeles de una dialéctica paupérrima -colocándose la careta de Patxi López o la del oscuro Rubalcaba, según el caso- con la esperanza de preservar el angustiado socialismo vasco a la vez que consolaba al medroso sentimiento español. El resultado, en una primera pero razonable aproximación, es que ha malparado al Partido Socialista de Euskadi a la vez que ha destruido la confianza hasta ahora acérrima de la crecida masa española que quema cotidianamente la imagen euskaldun. Como todo ser débil, el Sr. Zapatero es un personaje capaz de anular al mismo tiempo el sol y la sombra. Hay que decir que los animados por un pensamiento malicioso no logran salir nunca de sí mismos y se disuelven en una duda consuntiva y peligrosa; son agentes infecto-contagiosos. A su alrededor todo se pudre. El Sr. Zapatero es, en última conclusión, un dilapidador de estado.
Pero ¿qué es, en definitiva, lo que acaba de destruir esa sentencia del Supremo que relega a la sentina política a tantos vascos? ¿Acaso la moral? La de los vascos que luchan por su existencia, no lo creo. La moral pervive aunque sea clandestinamente. Hierve a baja temperatura. Algo me ha dicho siempre que las razones morales se mantienen intangibles y a la espera de los momentos más determinantes para manifestarse. Casi toda la historia política de la humanidad está lastrada por la inmoralidad, pero algunos destellos desvelan la moralidad siempre subyacente. El mundo pervive merced a estas exhalaciones de esperanza y justicia social que oxigenan el ambiente.
Lo que sí ha muerto es la elegancia pública. Y esto es más peligroso de lo que cabe suponer en un discurso frágil y cínico. Han dado, con infinita ligereza, otro golpe severo a la elegancia -elígere o capacidad de permisión- como postura que contiene una cierta dosis de moralidad estética. La estética es muy importante para las relaciones humanas. Valga aclarar que no estoy hablando de modas. La estética moral habla con símbolos que concitan emociones muy hondas. Pues bien, el Tribunal Supremo, caído en la sima de una mortal dependencia, ha decidido negar la elegancia social de la libre expresión colegiada, que en eso radica la vida de los partidos. Y hablo en términos que pertenecían a la vieja burguesía, hoy simplemente un recuerdo funeral. Con esa negativa a la libre expresión de Sortu la brutalidad del poder, que se ampara cobardemente tras la supuesta majestad de la toga, se ha tornado repulsiva.
Pero toda esta situación puede alimentar el aparato crítico y facilitar remedios para saltar sobre la hoguera inquisitorial. Hay que superar los marcusianismos y no quedar en la simple descripción pasiva de los males. La crítica activa de lo que sucede es motor de una acción poderosa. En eso estaban ya muchos vascos antes que el Supremo reiterase la nueva sacralización de intereses mortales para la democracia. Pero ahora, a partir de aquí, ¿qué hacer?
Contemplemos el desolado entorno. La visión de la iniquidad sobrecoge. Y es difícil buscar convenios con quienes dejan tras sí un reguero de ineptitud, porque la verdad ha venido a traer la espada, si se me permite este resol evangélico. Un régimen tiránico no puede vencer por mucho tiempo a una calle decidida. Es decir, ningún poder logra su pervivencia con la calle en permanente y clamorosa oposición. En la historia siempre se han ganado las guerras blancas, esas que libra la sociedad herida. Tras lo ocurrido a Sortu es difícil negar la posibilidad de que los vascos dignos procedan con una comprensible y recta desinstitucionalidad.
Por ejemplo, recreando algo parecido a Lizarra. Una estructura paralela en cuyo marco pueda proseguir liberalmente el debate de las grandes cuestiones que afectan al pueblo vasco. Renacer día a día el país negado; ese tipo de acción política que desnuda al enemigo para que acepte su razonable condición de adversario. ¡La calle, la calle! ¿Qué le queda al despojado sino la calle? El país dentro del no-país. Parece innegable que una situación como la que ha certificado el Tribunal Supremo, en reata del poder ejecutivo, obliga a resituar la vida colectiva. Pueden alegar los que pisan la vida vasca que una tal postura constituye una incitación peligrosa, aunque no sé por qué. Pero el diálogo pleno, sin previas y adúlteras selecciones, demanda existencia y paisaje sereno para esa existencia.
Frente a las cárceles selectivas, a la fuerza como fuerza puramente armada, frente a la manipulada robótica legislativa, frente a una justicia que tiene unos únicos destinatarios del banquillo, hay que levantar la cabeza en nombre de los derechos pisoteados por razonamientos preñados de rudeza. La historia está plagada de estas manifestaciones, que han alumbrado lo que entendemos por modernidad, hoy en regresión escandalosa. Parece que la nación vasca está condenada a salvaguardar la modernidad en el seno del Estado español. Es un duro destino, pero en su aceptación se juegan los prudentes, sean de donde sean, una vida noble.
Cometen torpeza tras torpeza. Lo del Supremo ha irritado a vascos y españoles. A unos por una absurda negación; a otros por la afirmación de la legitimidad ideológica de los condenados. No vivimos, pues, una sentencia, sino un gigantesco traspié. Sortu no se sentará en los ayuntamientos de mayo. Pero estará fuera de esos ayuntamientos como conjunto de personas que piensan. Como me ha dicho un eminente psiquiatra, el poder dominante fabrica sordos que alucinan en su sordera.