Alfonso Sastre Dramaturgo
La Tortura y el Reino
(Carta abierta a Ana Pastor, periodista española)
«Amicus Plato sed magis amica veritas»
(Adagio latino)
Estimada señora: He tenido noticia no directa de la entrevista que usted le hizo al Presidente de Irán Sr. Mahmud Ahmadineyad, y me ha parecido admirable su talante profesional (como periodista) en la persecución de la verdad de lo que sucede en este planeta que, alguien, pesimista, definió como «este perro mundo», y en esta ocasión en un país en el que se producen lapidaciones de mujeres, horror, horror. Hasta aquí, muy bien. Yo no soy profesionalmente periodista aunque haya publicado miles de artículos a lo largo de mi dilatada vida (tengo 85 años), pero considero que a escritores y periodistas nos une un fuerte vínculo que es el del amor a la verdad o, mejor dicho, a lo que cada uno de nosotros estimamos que es la verdad. Nosotros -escritores y periodistas- somos, en grandes áreas de trabajo, un solo oficio, pues cualquiera de nosotros sabe que muchos periodistas son escritores -en papel o en otros medios- y que los escritores tenemos mucho de periodistas, de cronistas de la actualidad o de otros tiempos, en unos y otros casos por vía imaginaria. Contando con esto, yo afirmo que nuestra patria, antes que España o Francia o Euskal Herria, es, fundamentalmente, el lenguaje, pero sobre todo el amor a la verdad. La verdad es nuestra verdadera madre o nosotros somos hijos de la verdad, que viene a ser lo mismo
Aqué viene todo esto? Como le digo, no vi su entrevista, pero sí oí otra con usted de su colega Gemma Nierga en su programa vespertino «La Ventana», de la SER. Fue allí donde di con el nudo de la cuestión que hoy deseo plantearle; fue allí donde creí entender que usted no estaba dispuesta, como patriota española, a que el presidente de Irán pusiera en duda la pulcritud de la democracia en España. Lo cual puso un punto de reserva en mi consideración de su altura como gran periodista. Estamos, pues, muy lejos de aquel credo de la Legión Española («Extranjera», paradójicamente) del General Millán Astray, que ordenaba a sus legionarios, que al grito de «¡A mí la legión!», se defendieran unos a otros «con razón o sin ella».
Estimada señora: la devoción por la verdad debe primar en los españoles sobre su patriotismo; y, precisamente, es desde su patriotismo desde el que han de reprobar las infamias que esos cometan. Quisiera que estuviera usted de acuerdo conmigo en la idea -por ejemplo- de que Fray Bartolomé de las Casas fue un gran patriota español cuando denunció «la destrucción de las Indias» por los conquistadores españoles en el siglo XVI. Así es que cuento entre los más ilustres patriotas estadounidenses a aquellos que someten a crítica la barbarie del imperialismo norteamericano. Por ejemplo, a Howard Zinn o Noam Chomsky.
La cuestión de la tortura en España, como recordamos en otro artículo, abarca el conjunto de su historia, pongamos desde el reinado de los Reyes Católicos y la Santa Inquisición, con la particularidad de que durante muchos años fue una práctica legal y estaba reglamentada. En nuestros días es un delito, pero no por eso ha dejado de practicarse. En el caso de que el tema le interese -¿y cómo podría no interesarle?-, encontrará mucho que leer.
Estimada señora: Los archivos revientan de testimonios de que la tortura policíaca, en sus distintas variantes, es una práctica corriente en España, y sería de desear que usted, en efecto, se mostrara interesada por revisar su idea de que la «democracia española» es un territorio en el que florecen los «derechos humanos», pues fácilmente encontraría testimonios veraces, muchos y escalofriantes, de esta práctica en el Reino de España, siempre arropada por la complicidad de quienes lo saben y lo ocultan. Jueces como Garzón y ahora, destacadamente, Grande Marlaska son lamentables ejemplos de esa complicidad o esa cooperación necesaria en los delitos de tortura. ¿En definitiva puede decirse que la tortura se ha «entronizado» en España? Al menos ocurre como si así fuera.
Yo he titulado este artículo «La Tortura y el Reino». ¿Qué he querido decir con ello? No algo muy diferente a que esa práctica está acorazada por los poderes públicos y a que vivimos en un estado de desvergüenza o, mejor dicho, en un «estado sinvergüenza». (Algo parecido dijo hace poco un político navarro, Patxi Zabaleta, dirigente de Aralar).
Pasaron ya muchos tiempos desde que la tortura policíaca dejó de ser legal y de estar reglamentada (recuérdese la Santa Inquisición), pero siguió siendo un hecho corriente y generalizado, aunque secreto, en los cuartelillos policíacos y, por ello, difícilmente verificable a pesar de la veracidad de los testimonios y la dignidad de los valerosos denunciantes de los distintos métodos que se practican, desde la tortura de agua, tan frecuente (la «bañera»), hasta la menos frecuente de la que últimamente se han dado casos («me untaron con vaselina y me metieron un palo en el culo», y ello sin que los agentes policíacos o los guardias civiles sean sometidos a sanción alguna. ¡Dios mío! ¿Es posible decir que vivimos en un estado de Derecho con tales delitos impunes y, además, celebrados desde la hipocresía de funcionarios testigos y grandes defensores de los derechos humanos... en Cuba, por ejemplo, donde los detenidos sufren, claro está, pero no porque sean torturados durante los interrogatorios?; y hay que decir, admirada periodista, que lo peor de la «tortura española» es su encubrimiento por la corte que la acompaña, pues todos ellos son encubridores impunes. Recientemente la lúcida escritora Laura Mintegi ha escrito y publicado un artículo cargado de lógica, que yo suscribo -como otros que voy a citar y mucho otros que no cito porque basta con estos- y que le invito a que lo suscriba también usted. Mintegi dice exactamente así: «La tortura es un delito. La persona que tortura es un delincuente. El responsable (jefe) que permite la tortura, comete un delito». Etc. Por favor, consulte la Ley Orgánica 10/1995 del Código Penal, título VII, artículo 174, y acepte que «el juez que no aplica la ley comete delito (...)», y, en fin, que «las comisarías de policía, los jueces, los juzgados y el Parlamento Foral de Navarra, el Parlamente de Madrid y el Gobierno español están llenos de delincuentes». «Doloroso me es relataros estas cosas, doloroso callarlas; por ambas partes sólo veo tristeza y aflicción», como dice un pasaje del Apocalipsis de San Juan.
Su colega Mikel Arizaleta, en un artículo sobre los colaboradores de la tortura, ha hecho un gran resumen de la situación en este campo de la infamia y yo le propongo a usted que verifique estos datos y reconsidere su ciega y patriótica defensa de la «democracia española». «Se calcula -escribe Arizaleta- que en los cincuenta últimos años podrían ser 10.000 (¡diez mil!) las personas torturadas en Euskal Herria». He dicho que los archivos revientan de documentación perfectamente creíble y acreditada por los hechos y basada en la dignidad particular de quienes vienen denunciando estos horrores. También es cierto que en foros extranjeros de derechos humanos empieza a haber un gran clamor que se alza contra la tortura en España.
Ciertamente su persistencia en la España postfranquista es un efecto más de que no se produjera a la muerte de Franco una ruptura democrática, sino una impostura llamada «reforma». ¡Maldita sea aquella reforma!
Entre los artículos honorables publicados en los últimos meses podría usted leer el de Víctor Mendoza, «Dialogar bajo tortura», y en la revista «Resumen Latinoamericano» el artículo del periodista argentino Carlos Aznárez «La indiferencia a la tortura ofende a la dignidad humana»; también puede dedicar su atención a las aportaciones del reciente Foro Cívico contra la Tortura en Nafarroa. Gran estima me merece así mismo el artículo «Si yo fuera Guarda Civil» de Carlo Frabetti.
Por supuesto, nunca olvido la meritoria actividad de las asociaciones que trabajan para erradicar este horror, empezando por el TAT.
Es ésta una carta muy sincera, que escribo con el corazón. Hagamos todo lo que podamos por erradicar esta vergüenza.