Mikel INSAUSTI I

La contradicción no está en Olivier Assayas, sino en los distribuidores. El cineasta ha ejercido su libertad para hacer una película de cinco horas y media, a sabiendas de que no podría ser exhibida en salas comerciales por su larga duración. La televisión, en cambio, no depende de sesiones con horarios convencionales, así que “Carlos” ha encontrado en ella su destino. Pero la película está rodada en 35 mm, algo ya nada usual en el medio televisivo, por lo que siempre será mejor apreciada en una pantalla grande. La cosa ha quedado finalmente en tablas, pues la versión televisiva tiene la ventaja de mostrar la obra completa, mientras que el montaje reducido para los cines permite disfrutar de su textura fílmica al máximo. Lo aconsejable es disponer en lo posible de ambas opciones y en versión original, para no perderse la complejidad de un figura política cuyo internacionalismo, al margen de lo ideológico, se sustenta en su condición de políglota.

El chileno Edgar Ramírez muestra las mil y una caras del personaje, partiendo de su capacidad real de transformación, siempre bajo identidades falsas. La película nunca pretende establecer quién se escondía en verdad tras esas caracterizaciones, si el revolucionario o el mercenario. El activista actualmente confinado en la prisión de La Santé se erige así en símbolo mediático de un tiempo convulso, en la prolongación urbana y especulativa de los principios inspiradores de la revolución campesina del Ché. Un proceso reconstruido a lo largo de algo más de veinte años de acciones y atentados en cadena por parte de Illich Ramírez, con su apogeo y decadencia, desde las primeras escaramuzas en Londres hasta su detención en Sudán, pasando por el asalto a la sede de la OPEP en Viena que concluyó con la toma de rehenes y su liberación final en Argelia. La acumulación de hechos repartidos por todo el mundo no agobia nunca, gracias al pulso narrativo de un Olivier Assayas pletórico, animado por la música contagiosa de The Feelies.