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Armas de Destrucción masiva en Irak

La invasión de Irak habría comenzado con una mentira cuyas consecuencias fueron devastadoras para la población local. Pero lo cierto es que había armas de destrucción masiva en el país. Y que muchas de sus víctimas no han nacido todavía.

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Karlos ZURUTUZA

«La gente allí es muy hospitalaria, pero procura ducharte lo menos posible».

Sin duda un consejo singular pero nada extraño cuando uno se dirige a Basora. La segunda ciudad del país queda a orillas del Golfo Pérsico, donde la temperatura alcanza a menudo los 60 grados en verano y la humedad relativa sobrepasa el 90%. Pero el mal tiempo allí es lo de menos. Hablamos de la región que más ha sufrido el azote de las últimas guerras en el país del Golfo: Irán-Irak (1980-88); la Primera Guerra del Golfo (1991) y la segunda, en 2003. Y es que los hospitalarios locales sobrellevan la canícula en una región «incrustada» entre las fronteras de Kuwait e Irán, y con las mayores reservas de petróleo de Irak bajo sus pies.

La rectilínea carretera que llega desde Bagdad atraviesa un desierto impenitente cuyos únicos hitos son las columnas de humo negro de la refinería de Rumaila, o los restos de vehículos calcinados a ambos lados de la vía. Mucha de esa chatarra son tanques abatidos por proyectiles impregnados de uranio. Según aseguran los ingenieros militares, el DU (siglas en inglés para el uranio empobrecido), aumenta ostensiblemente la capacidad destructiva de las armas.

Años más tarde, las partículas radioactivas siguen pugnando con las emisiones de las refinerías por el control del aire. Y también se filtran a la cadena alimenticia a través de la lluvia, o de los rastrojos que come el ganado a orillas del Tigris y el Eúfrates. El aire y el agua de Basora están envenenados. Hasta las escasas palmeras padecen misteriosas enfermedades que les hacen perder las hojas.

Señas de identidad

«Me dijeron que esperaba gemelos pero tuve una niña con dos cabezas. Mi padre decía que era un castigo de Alá. Los médicos lo achacaron a la radioactividad».

Khulut y su hija son dos de las víctimas de los miles de toneladas de bombas que británicos y americanos arrojaron por todo el país durante las dos guerras del Golfo. Basora recibió muchas más que cualquier otra ciudad de Irak y, según los expertos, hoy es el lugar del mundo donde más niños nacen sin cerebro, sin ojos, o con los intestinos fuera de la tripa. Y son sólo algunos ejemplos de la imaginería del horror convertido en seña de identidad local.

Khulut perdió a su niña a los pocos días de nacer pero hoy teme por la vida de su otro hijo. El pequeño Amir tienen leucemia pero sus opciones de recuperación se desvanecen cada día que pasa por un problema burocrático.

«Este niño necesita un tratamiento de radioterapia urgentemente pero el equipamiento lleva nueve meses en un hangar del puerto por una disputa administrativa en torno a quién corresponde pagar las tasas portuarias», explica impotente este oncólogo que prefiere no dar su nombre real. A pesar del imponente aspecto del hospital financiado con capital de EEUU e impulsado por la mujer de Bush hijo, el facultativo se queja también de la falta de personal, sobre todo del cualificado.

Según un estudio de la Universidad de Bagdad, los casos de malformaciones congénitas se habían multiplicado por diez en Basora ya dos años antes de la invasión de Irak en 2003, y por cuatro los de cáncer en menores de 15 años. Por supuesto, la tendencia sigue al alza.

Retratos de familia

«My name is Mahmud and I´m 12 years old» («me llamo Mahmud y tengo 12 años»).

El menor de los cinco hijos de Leyla al-Ugaily responde en el inglés que ha aprendido en la escuela. A los pies de su cama, su madre oculta pudorosa una sonrisa de orgullo con la tela negra de su chador.

«Es la primera vez que habla en inglés con un extranjero», dice esta mujer de al-Qurne, esa aldea al norte de Basora en la que el Tigris y el Eúfrates se funden en un mismo cauce. Puede que Mahmud no tenga muchas más oportunidades. El cáncer de huesos que le diagnosticaron en junio del año pasado ha supuesto un cambio radical para toda la familia. Leyla dice vivir hoy dedicada a Mahmud tras haber dejado el cuidado de sus otros hijos en manos de familiares. «No tenemos dinero para desplazar- nos todos los días así que duermo aquí. No había otra opción», se lamenta esta mujer de 30 años.

Entre los compañeros de planta de Mahmud hay varios con sus mismos síntomas, pero también están los que sufren linfomas, leucemia o cáncer de cerebro. Se trata de diagnósticos también recurrentes entre muchos de los miles de soldados americanos enfermos que tomaron parte en las dos campañas de Irak. Mientras el Pentágono sigue sin ver «ninguna relación» entre el empleo de DU y el cáncer, Londres empieza hoy a reconducir su postura hacia la de multitud de veteranos y médicos que apuntan al uranio como principal causante de lo que se conoce por el «síndrome del Golfo». Los expertos aseguran que el uranio empobrecido tiene una vida de cuatro billones de años. Basora permanecerá contaminada hasta el fin de los tiempos.

Otro de los visitantes habituales del hospital es Nasser Mutasha. Tiene 29 años y dice estar inmerso en una pesadilla de la que no acaba de despertar:

«Tras la muerte de mi hija de siete años por leucemia no me sentía capaz de pasar por lo mismo otra vez, no podía volver al hospital a visitar al pequeño. También tiene leucemia y en un estado muy avanzado. He tenido que abandonar mi trabajo de albañil para poder estar con Muhammed en sus últimos días», explica Nasser, con una mirada acuosa que se pierde entre el estupor y la desesperación.

Según cuenta, él y su mujer tienen una tercera hija, menor que Muhammed. Por el momento todo parece ir bien y a la pequeña no se le han detectado síntomas que hagan saltar las alarmas por tercera vez. No obstante, Nasser reconoce que la situación le sobrepasa a todos los niveles. Su mujer y él acaban de iniciar los trámites del divorcio.

«Llegaron con la excusa de las armas de destrucción masiva pero ya las habían echado antes aquí. Han arruinado nuestra vida», se queja el joven, justo antes de coger a su hijo enfermo en brazos y posar para un triste retrato de familia.


Padre de un niño con cáncer, el señor Salh dirige una ONG que se encarga de prestar apoyo moral y psicológico a miles de familias golpeadas por el cáncer en Basora. Recibe a GARA en la sede que dicha asociación tiene en esta ciudad, un barracón junto al único hospital especializado en cáncer infantil de Irak.

«La enfermedad de los niños lleva a la ruina moral y económica de sus familias»

¿Por qué cree usted que Basora presenta una incidencia tan alta de niños con cáncer y malformaciones?

Por sus enormes reservas de petróleo y su posición estratégica, Basora ha sido siempre la «puerta» de todas las guerras en Irak. La catástrofe ecológica aquí es total, ya sea por las aguas contaminadas de los ríos Tigris y Eúfrates tras atravesar Turquía, Siria e Irak; las emisiones de las refinerías de petróleo o la falta de control sobre los alimentos que se importan del exterior. Muchos llegan caducados o en malas condiciones muy a menudo. Asimismo, el bloqueo que sufrimos tras la Primera Guerra del Golfo provocó enormes tasas de malnutrición infantil. Aquello repercutió en el sistema inmunológico de los niños dejándolos prácticamente indefensos ante cualquier agresión del entorno. No obstante, creo que la razón principal han sido las dos últimas guerras. Aquí se ha experimentado con un gran número de armas prohibidas, como el uranio empobrecido, el fósforo blanco y, probablemente, muchas otras más.

¿Cuáles son los retos a los que se enfrenta una familia local afectada por la enfermedad?

A pesar de que el tratamiento que reciben aquí es gratis, la mayoría de las familias vienen de zonas rurales muy afectadas por la guerra y carecen de medios económicos para el transporte. Muchos se ven obligados a elegir entre seguir trabajando o permanecer junto a sus hijos enfermos. Uno de nuestros objetivos es aportar ayuda sicológica a las familias. El que uno de los cónyuges pase dos meses en el hospital distancia a las familias en el momento en el que éstas han de permanecer más unidas. También está el sentimiento de culpa que detectamos en muchos padres de niños víctimas del cáncer o de terribles malformaciones. En las áreas rurales es fácil dar con padres que se sienten directamente responsables de la tragedia como «transmisores» de la enfermedad.

Pero algunos niños consiguen superar la enfermedad, ¿no es así?

Por supuesto, pero a menudo quedan estigmatizados en los colegios porque sus compañeros temen un contagio que es imposible. Por otra parte, los niños que han vencido al cáncer tienen muchas dificultades para reintegrarse en la clase por la sencilla razón de que su debilitado sistema inmune les impide estar en una habitación con otras 50 personas durante seis horas al día.

¿Hay realmente una infraestructura capaz de atender a todos estos niños?

En absoluto. El 90% de los niños ingresan con un estado muy avanzado porque no tenemos el instrumental necesario para una detección precoz de la enfermedad. También es cierto que muchos niños mueren por la negligencia de sus familias. No se dan cuenta de la gravedad hasta que ya es demasiado tarde. En Basora todavía estamos esperando una máquina de rayos que lleva nueve meses en el puerto y no hay más que otras dos en todo el país: una nueva y otra muy vieja, ambas en Bagdad. Conseguir cita para una de ellas puede llevar hasta seis meses y ése es un tiempo del que muy pocos disponen. Los que se lo pueden permitir pagan 5.000 dólares por un tratamiento en Irán; 7.000 por uno en Siria o los 12.000 que cuesta en Jordania. Además de la ruina moral de la familia que mencionaba antes, también suele estar la económica.

Laith Shakr al-Sailhi, Director de la Organización de Niños con Cáncer de Basora
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