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Salgari: el creador de piratas que fue abordado por sus editores

Coincidiendo con el centenario del fallecimiento del escritor italiano Emilio Salgari (Verano, 26 de agosto de 1862 - Turín, 25 de abril de 1911), soltamos amarras, enfilamos nuestro rumbo hacia aquellos mares literarios que un día surcaron Sandokán y el Corsario Negro y descubrimos las penurias de un autor azotado por la más pura miseria.
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Koldo LANDALUZE | DONOSTIA

En la madrugada del 25 de abril de 1911, un hombre de 48 años consigue eludir la estrecha vigilancia de sus hijos, escapa de su hogar y se reencuentra con un paisaje que siempre le ha proporcionado buenos recuerdos. Junto a un barranco del Valle di San Martino, muy cerca de Turín, aquel hombre desesperado pretende emular a los samuráis que tanto admira y extrae de su chaqueta un cuchillo con el que se practicará el harakiri. En sus últimos recuerdos no hay cabida para los remotos mares surcados por piratas que un día plasmó en tinta y papel, simplemente queda el dolor y las imágenes de su compañera Aída y de sus cuatro hijos.

Mientras el filo del cuchillo rasga sus intestinos, alguien encuentra tres cartas que yacen ordenadas sobre el escritorio del suicida. La primera va dirigida a los directores de los periódicos de Turín: «Vencido por todo tipo de desgracias, reducido a la miseria a pesar del enorme trabajo, con mi mujer loca en el hospital, a la que no puedo pagar sus gastos, me quito la vida. Tengo muchos admiradores en Europa y América. Les pido señores directores, que abran una suscripción para sacar de la miseria a mis cuatro hijos y pagar los gastos de mi mujer mientras esté en el hospital. Debería haber tenido otra situación y suerte, debido a mi nombre. Estoy seguro que ustedes, señores directores, ayudarán a mis desgraciados hijos y a mi mujer. Con las gracias más sentidas, me despido».

La segunda carta va dirigida a sus hijos: «Queridos hijos: Soy un vencido. La locura de vuestra madre me ha partido el corazón y todas mis fuerzas. Yo espero que los millones de mis admiradores, a los que durante años he distraído e instruido, os saldrán al encuentro. Os dejo sólo 150 liras, más un crédito de 600 liras, que recogeréis de la señora Nusshaumar. Os dejo la dirección. Que me entierren como pobre, ya que estoy arruinado. Manteneos buenos y honestos y pensad, en cuanto podáis, en ayudar a vuestra madre. Os besa a todos, con el corazón sangrando, vuestro desgraciado padre». La tercera, mucho más implacable, va dirigida a quienes acusa de sus situación extrema, sus editores: «A vosotros, que os habéis enriquecido con mi sudor manteniéndome a mí y a mi familia en una continua semi-miseria o algo peor, pido sólo que, en compensación de las ganancias que os he proporcionado, paguéis los gastos de mi entierro. Os saludo rompiendo mi pluma». Las tres cartas llevan la misma firma, Emilio Salgari.

Siguiendo la estela legada por un ilustre compatriota suyo, Rafael Sabatini, su nombre siempre estuvo situado a la par de otros prestigiosos novelistas populares como Fenimore Cooper, Arthur Conan Doyle y Alejandro Dumas y siempre asumió que, por encima de todos ellos, se situaba Robert L. Stevenson. A excepción del autor de «La isla del tesoro», ninguno de los citados escritores logró la notoriedad popular que alcanzó Emilio Salgari gracias a las infinitas reediciones que, desde su fallecimiento, se han hecho de sus obras y de sus correspondientes adaptaciones cinematográficas pero, a pesar de ello, siempre fue considerado por los expertos como un escritor «menor» dentro de la citada lista de autores.

Ciento cuatro novelas

Un breve vistazo a su vida personal nos descubre a un inadaptado, un hombre tendente a la depresión que encontró en sus territorios imaginarios lo que no pudo encontrar en el mundo real y que acabó sus días de manera trágica y sangrienta. Nunca fue un erudito, su cultura no era excesiva, su metodología de trabajo frenética, irregular y salpicada por elucubraciones científicas insostenibles, pero gracias a su tesón creativo, su facilidad para plasmar imágenes y personajes evocadores y su pulso firme a la hora de adentrarse en territorios imaginarios, dieron como fruto las ciento cuatro novelas largas y doscientas cortas, sin contar la infinidad de trabajos que firmó bajo seudónimos, que llevó a cabo en menos de 25 años. Sus dos mejores armas, aquellas que evitaron que se convirtiese en uno de los peores folletinistas de la época, fue su prodigiosa imaginación e intuición. Le bastaban unos pocos datos, alimentados por documentaciones erróneas, para recrear todo un mundo que, una y otra vez sedujo a sus muchos lectores. Siempre fue considerado un buen cuentista, un escritor que deshilvanaba unos diálogos que a veces pecaban de retóricos, pero su estilo era muy eficaz y dotaba de gran dinamismo cada una de las escenas que describía.

Según el propio Salgari, su vida estuvo marcada desde el mismo día en que nació, cuando una monumental tormenta estival sacudió Verona aquella noche del 21 de agosto de 1862. No fue un buen estudiante y su único título fue el de tenedor de libros. Huyó de casa para instalarse en Venecia donde asistió como oyente a las clases de la Escuela Naval. Nunca se matriculó y son datados en esta época los únicos contactos que mantuvo con el mar. Su cultura marítima no provino de las aulas, sino de las conversaciones que mantuvo con los marineros y del estudio autodidacta de las técnicas de navegación. Incluso hay quien afirma que, por aquellos días, surcó la costa adriática que tan bien describiría en sus relatos posteriores.

Cumplidos los 20 años regresó a su Verona natal para ganarse la vida y creó una biblioteca ambulante y una tienda de alquiler de bicicletas. Acabó endeudado y demostrando el poco talento que poseía para los negocios. En el año 1883, fue admitido en el periódico «La Arena» y mientras escribía crónicas de sucesos, tuvo la oportunidad de publicar las primeras entregas de una serie de folletines históricos enmarcados en paisajes exóticos. En aquellos días, cumplidos los 27 años, se casó con una actriz de segunda fila llamada Aída Peruzzi y fruto de esta relación nacieron sus cuatro hijos a los que bautizó en homenaje a sus héroes: Fátima, Nadir, Romero y Omar.

Éxito y pobreza

Un breve vistazo a su bibliografía, nos descubre que a Salgari le apasionaban las grandes sagas y que, cuando topaba con un personaje por el que sentía simpatía, siempre encontraba una excusa para reencontrarse con él en otra nueva singladura literaria. Los casos más reconocibles de esta relación con sus personajes han sido, sin duda alguna, Sandokán -ha quien dedicó una veintena de títulos- y las aventuras que compartieron los hermanos corsarios Negro, Verde y Rojo. En su prolífica obra topamos con recreaciones históricas como «La destrucción de Cartago», innumerables singladuras en los mares de China y la India a bordo del prao capitaneado por Sandokán, retazos de abordajes acontecidos en aquel Caribe de los siglos XVII y XVIII en el que ondearon las banderas negras de piratas, corsarios y filibusteros románticos, relatos de anticipación -«Las maravillas del 2000»- o divertimentos muy singulares como el que lleva por título «Al polo austral en velocípedo».

Roma, Cartago, el Caribe, Alaska, África, las islas del Pacífico y el Índico, los dos polos del planeta, las selvas amazónicas, los desiertos, el fondo del mar o los mundos subterráneos son las escenografías cambiantes donde se desarrollan sus novelas más conocidas pero, al contrario de Julio Verne, su visión anticipadora fue más bien escasa y palió sus limitaciones aplicándose una máxima de Alejandro Dumas: «Para mí es una necesidad contar, y apenas empiezo a contar, invento».

Al contrario de lo que pudiera parecer, sobre todo gracias al gran éxito del que gozó en vida, la situación de Emilio Salgari fue siempre muy precaria debido a su facilidad a la hora de elegir editores carentes de escrúpulos, su propensión a firmar contratos mefistofélicos y endeudarse constantemente. Todo ello provocó que haya pasado a la historia de la literatura como el autor con mayor éxito comercial y, a la vez, el más pobre. Su agotador modelo de trabajo, obligado por los contratos imposibles que firmaba, le sumergió en un estado de ansiedad extrema agravado por una vida familiar que distaba mucho de ser dichosa. Los trastornos mentales que sufrió su esposa obligaron a recluirla en el año 1910 y sus hijos eran una tropa rebelde e ingobernable. Extenuado física y emocionalmente, Salgari padeció trastornos de visión provocados por las 16 horas diarias que invertía en escribir y cayó en la obsesión de que iba a quedarse ciego. Por ese motivo, despertaba cada noche sobresaltado y exigiendo que alguien encendiera una vela para cerciorarse de que no estaba ciego.

Esta situación alcanzó sus cotas más alta de depresión cuando, en el año 1910, intentó suicidarse con un sable y comenzó a mostrar su admiración por los samuráis japoneses que practicaban el rito del harakiri. La madrugada del 25 de abril de 1911, eludió la férrea vigilancia a la que era sometido y puso en práctica aquel ritual de sangre y honor. Fallecido el escritor, sus admiradores se vieron acrecentados. El cadáver fue trasladado a su Verona natal y tuvo un entierro lujoso presidido por Giuseppe Basioli, un escritor de cierto prestigio que mantuvo con Salgari un duelo provocado por las burlas que Basioli vertió sobre el creador de Sandokán y que estaban relacionadas con sus conocimientos náuticos. Esta situación derivó hacia un duelo de espadas en el que Basioli recibió una estocada y Salgari fue encarcelado. Visiblemente emocionado, Giuseppe Basioli declaró en su discurso de despedida: «Era un alma grande incapaz de hacer daño a nadie... Le hemos matado entre todos».

EL SUICIDIO

A los 48 años de edad y tras 27 de frenética actividad, Emilio Salgari acabó suicidándose dentro de un bosque con una navaja tras haber dejado una dura carta de acusación contra sus editores. Su situación económica era pésima y también la familiar.

CENTENARIO

El centenario será celebrado con numerosas actividades en Italia: se le dedicará una retrospectiva en Milán, a la vez que se prodigarán las reediciones de su libros. Entre las novedades, un cómic («Il Corsaro Nero. Il pianto delle onde») y una biografía.

EL ESCRITOR

Nunca fue un erudito, su cultura no era excesiva, su metodología de trabajo frenética, irregular y salpicada por elucubraciones científicas insostenibles, pero gracias a su tesón creativo y su facilidad para plasmar imágenes y personajes evocadores, creó una obra única.

Sandokán, el tigre de la Malasia

Por encima de otras adaptaciones, destaca la teleserie italiana del año 76 dirigida por Sergio Sollima y protagonizada por un actor de origen hindú cuyas fotografías decoraron las carpetas de multitud de adolescentes, Kabir Bedi. A lo largo de los doce episodios que componían la primera temporada -en el 96 y 98 se rodaron nuevos capítulos-, asistimos a las andanzas de un príncipe de Borneo que juró vengarse de los británicos que lo destronaron y asesinaron a su familia. Desde su base en Mompracem y apodado el Tigre de la Malasia, Sandokán contó con la ayuda del portugués Yáñez de Gomera, el bengalí Tremal-Naik, el mahrato Kammammuri y Sanbigliong para dirigir un ejército pirata compuesto por dayakos de Borneo y malayos. Pero su venganza se complicó con la irrupción de una joven británica llamada Ada Corishant, «La perla de Labuán».

K.L.

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