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Análisis Elecciones en Euskal Herria

Por qué todos perdían

Los partidos vascos han respirado con alivio, pero también las mentes lúcidas del Estado español, que sabían que vetar a Bildu alimentaba al independentismo en dos ámbitos claves: la búsqueda de mayorías sociales en Euskal Herria y la implicación de la comunidad internacional.

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Ramón SOLA

El sentimiento de alegría provocado por la luz verde a Bildu es evidente en Euskal Herria. En los partidos vascos sería más acertado hablar de alivio: «Me he quitado un peso de encima», indicaba como ejemplo Markel Olano (PNV). En efecto, el escenario que hubiera creado la ilegalización tenía muchos más riesgos, pero no sólo para Euskal Herria, también para los intereses del Estado.

Seguramente no fue Markel Olano el único que suspiró al escuchar el dictamen del Constitucional, ni tampoco los candidatos de Bildu, ni otros dirigentes vascos como Andoni Ortuzar (PNV), Jon Abril (Aralar), Mikel Arana (EB) e incluso José Antonio Pastor (PSE), que mostraban una sincera alegría en Radio Euskadi. Quien desde Madrid veía las cosas con un mínimo de objetividad y cabeza fría sabía que el escenario que hubiera creado una prohibición iba a suponer un auténtico lodazal para todos.

Los árboles de los comicios del 22 de mayo no deben impedir ver el bosque de fondo. Con ser muy grave en sus efectos, la exclusión del bloque principal del independentismo de todas las instituciones vascas no hubiera sido una mera maniobra para ocupar todos los cargos, trincar todas las subvenciones, acaparar cientos de presupuestos o evitarse testigos incómodos en parlamentos y ayuntamientos. El auténtico pacto de Estado subyacente (acuerdo PSOE-PP, sometimiento judicial...), afortunadamente quebrado por las posiciones finales de dirigentes del PSOE y por el dictamen final del TC, apuntaba a otra maniobra mucho mayor aún: que en España se había diseñado una estrategia para intentar eternizar la ilegalidad del independentismo per se, hiciera lo que hiciera, hubiera lucha armada o no.

El veto hubiera fortalecido a la ultraderecha española. No hubiese sido, en la práctica, una cuarentena temporal ni el canto del cisne previo al fin de una década de ilegalización, sino más bien el primer paso para construir una nueva barrera, que en realidad es vieja: la prohibición del independentismo vasco, e incluso de los símbolos del país, ya la impuso el franquismo durante cuatro décadas. Por parte del PSOE, hubiera supuesto tirar a la papelera mensajes tan cacareados durante años como el «a nadie se le impide ser independentista» el «o bombas o votos», imponiendo justamente lo contrario: «Ni bombas ni votos».

Esto no sólo hubiera obligado a una reflexión de gran calado al polo soberanista y de izquierdas al que representa Bildu. También hubiera puesto en evidencia a Aralar, que quedaría retratado como un partido que cabía en la legalidad sólo porque por su dimensión y posición política no preocupaba al Estado. Y qué decir del PNV, que hubiera quedado auténticamente ridiculizado por ese PSOE del que es socio. Olano se quitó un peso de encima, pero sobre todo Iñigo Urkullu: en el partido ya había varios dirigentes afilando los cuchillos por si efectivamente el PSOE traicionaba su apoyo a Zapatero y se impulsaba en la ilegalización para quitarle alcal- días al PNV.

Pero el Estado, o al menos su parte más razonable, también tenía miedo. Bastaba oír al ministro de Justicia, Francisco Caamaño, rogando encarecidamente a los jueces del TC que redac- taran una sentencia bien fundada en Derecho porque «no sólo se va a leer aquí, sino seguramente también en el Tribunal Europeo de Derechos Humanos». Intentar dar otra vuelta más de tuerca a la ilegalización en este nuevo contexto hubiera dejado ya muy corta la comparación habitual del Estado español con Turquía. Lo ligaba ineludiblemente al franquismo más turbio, a las tiranías árabes que se han topado con revueltas populares por la democracia, o a los últimos estertores del apartheid sudafricano en los 80. No había otras comparaciones posibles. De paso, también hubiera dejado en agua de borrajas el dudoso argumento de que la ilegalización es una herramienta contra ETA y la hubiera situado en otra escala: una medida absolutamente tramposa para obtener ventajas políticas.

La aceptación de veto a Bildu dibujaba, por tanto, una auténtica batalla final, muy incierta, entre el Estado y el independentismo. El escenario hubiera puesto en un brete a los agentes vascos porque les obligaría a hacer una revisión estratégica y tomar decisiones de mucho calado, pero también para el propio Estado, a quien se le podría volver en contra como un bumerán en dos terrenos fundamentales: la conformación de mayorías entre la ciudadanía vasca y la búsqueda de la implicación internacional.

Sin Bildu, el independentismo estaría hoy fuera de las instituciones, pero el país habría amanecido con más independentistas que nunca. De ello habían alertado entre semana personas tan referenciales como el periodista Iñaki Gabilondo, que abogó por dejar pasar a la coalición y advirtió de que cada vez más gente en Euskal Herria está percibiendo a la izquierda abertzale en posiciones «heróicas» por sus avances frente a la defensa numantina española. Quien leyera el Sociómetro publicado el miércoles también comprobaría que esta fuerza es la única que sube en simpatía; el resto, sin excepción alguna, baja.

En el campo internacional, el veto le hubiera hecho todo el trabajo al independentismo vasco, que ya no tendría que esforzarse mucho en convencer a Europa de que en Euskal Herria no existe ni la mínima apariencia de democracia.

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