La visita de la reina Isabel II de Inglaterra a Irlanda, la primera realizada por un monarca británico a este país desde la constitución de la República irlandesa, ha sido presentada como un síntoma de normalidad en las relaciones entre ambos estados y, sin embargo, todo lo que rodea al viaje indica que esa normalidad está aún lejos de alcanzarse. El hecho de que por primera vez la reina y su marido, el duque de Edimburgo, no vayan a entrar en contacto con los ciudadanos, las numerosas muestras de repulsa organizadas contra la visita y las extremas medidas de seguridad adoptadas en toda la isla, constituyen un claro ejemplo de que las relaciones anglo-irlandesas siguen condicionadas por un conflicto político de carácter histórico que permanece en la memoria de muchos irlandeses y que todavía hoy sigue muy vivo en Irlanda del Norte.

Del mismo modo, la alarma generada ante la posibilidad de que durante la visita grupos armados republicanos contrarios a los acuerdos de paz puedan cometer alguna acción, tanto en Irlanda como en Gran Bretaña, ampliamente difundida por los medios, pone en entredicho la debilidad operativa de esos grupos, a los que a su vez se les ofrece una inmejorable posibilidad de fortalecer sus posiciones, hoy en día abiertamente minoritarias en la comunidad republicana. La invitación cursada desde la Casa Real a prominentes miembros del bando lealista norirlandés, entre ellos algunos ex líderes paramilitares, para que asistan a varios actos durante la gira, supone además una provocación que en nada ayuda a generar un clima de paz y confianza.

Resulta por tanto inexplicable, además de inapropiada e innecesaria, la programación de esta visita real. Irlanda sigue sin olvidar siglos de dominación y mantiene abierta una herida en el norte. Cuando esa herida se cierre definitivamente, probablemente un monarca británico podrá consolidar con su visita la normalidad de las relaciones entre el Reino Unido y lo que para entonces será, sin duda, una Irlanda unida.