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El judío tudelano que sabía que la tierra es redonda

Contrariamente a la creencia común, el conocimiento de que la Tierra es redonda no se debe a Colón. En el siglo XII, se era consciente de esta realidad gracias a los árabes, quienes, a su vez, habían aprendido esta teoría de los griegos. Abraham ibn Ezra, de Tutera, fue uno de los grandes introductores de este conocimiento en el mundo hebreo.

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Aritz INTXUSTA

Fue con la llegada de los reinos de Taifas cuando la astronomía en Al Andalus dio un salto de gigante. Como en la Italia renacentista, reyes y princesas pugnaban por tener la corte más avanzada, lo que acabó por convertirles en excepcionales mecenas de poetas, artistas y científicos. Abraham ibn Ezra, que tenía un poco de todo eso, nació en Tutera a finales del siglo XI (no se sabe si en 1089 o en 1092), probablemente en una familia con pocos recursos. Tutera, en aquel tiempo, rendía pleitesía a la taifa de Zaragoza, que estaba en poder de la dinastía Banu Hud. En 1115, la ciudad capitularía ante el rey cristiano Alfonso el Batallador, señor de Nafarroa y Aragón.

Ibn Ezra, que hablaba hebreo, árabe, arameo y latín, destacó como traductor y bebió de todas estas culturas. Escribió sobre gramática, traducción, teología y realizó varios tratados sobre matemática, astrología y astronomía. En gran medida, su labor se centró en leer, traducir y sintetizar a los grandes sabios anteriores, como el persa Abu Masar, quien ya había recopilado los conocimientos griegos. En concreto, los libros griegos «Almagesto», de Ptolomeo, y «Los elementos», de Euclides, se convirtieron en los textos fundamentales del saber astronómico altomedieval. Estos conocimientos, no obstante, se iban tergiversando de mano en mano y, por ejemplo, en el siglo XII al astrónomo Ptolomeo lo habían convertido en rey, confundiendo así a dos personajes históricos de la Grecia antigua. En este sentido, Ibn Ezra destacaba entre los traductores por riguroso y crítico. Josefina Rodríguez Arribas, probablemente la estudiosa que mejor ha seguido la pista de este judío de Tutera, dice que «el estilo de Ibn Ezra es elusivo, fuerte, a veces mordazmente crítico y breve». En definitiva, es su capacidad crítica la que le distingue del resto y, también, su afán por inventar nombres en hebreo para denominar a las realidades que leía en los textos árabes, con la clara intención de dar pie a una ciencia propia en el mundo judaico.

Ibn Ezra escribió gran parte de su obra en la madurez, cuando ya había dejado su tierra natal, probablemente por miedo. El sabio abandonó Tutera en el año 1140, empujado por la llegada de grupos árabes como los almorávides y los almohades, que acabarían por desplazar a todas las comunidades hebreas de la península hacia el norte. Rodríguez Arribas, a través de las datas de los numerosos escritos de Ibn Ezra, afirma que éste vivió en Roma, Lucca, Pisa, Mantua, Bèziers, Rouen y Londres, y abre la posibilidad de que también hubiera viajado a ciudades del Magreb como Túnez o Argel. Murió en el año 1164 o, quizá, en el 1167, puede que en Londres o en Calahorra.

La concepción del mundo y de los astros en aquella época mezclaba varios elementos: filosofía, astronomía, astrología y religión. Aun así, eran excelentes astrónomos, gracias a la utilización de un instrumento muy preciso: el astrolabio. Esta herramienta medía la posición de planetas y estrellas. Y estas mediciones se plasmaban en tablas, a través de las cuáles predecían el rumbo de los astros, los eclipses... Esta ciencia de poco hubiera servido si no le hubieran encontrado utilidad. Probablemente, la astronomía no se hubiera desarrollado de no haber estado ligada a la astrología. Un sabio que sólo sabía perseguir estrellas valía para poco, pero un hombre que leía en ellas el futuro de un rey, era una cosa muy distinta.

El mundo encerrado en una esfera

Los astrónomos partían del esquema del universo que dibujó Aristóteles, a quien conocían como, El maestro de los sabios. El filósofo griego concebía el mundo como una esfera perfecta encerrando otra, a modo de matrioskas rusas. En el centro de todo estaba la Tierra, donde las cosas cambian y se mueven continuamente, pero que permanece fija en un punto, al contrario que las demás. Sobre ella hay ocho esferas cristalinas en las que están suspendidos los astros. Cada una de ellas se mueve más lentamente, hasta llegar a la más alejada, donde se encuentran las estrellas fijas. Según esta concepción del mundo, si miramos el cielo desde un punto concreto de la Tierra en un instante concreto, las esferas se convierten en algo así como un caleidoscopio gigantesco, formando configuraciones estelares únicas para cada noche. «Creían que, cuando nace un bebé y da su primera bocanada de aire, su destino quedaba marcado por esa conjunción única de estrellas que lo impregna todo», explica Rodríguez Arribas, que acaba de publicar «El cielo de Sefarad. Los judíos y los astros en los siglos XII y XIV».

Ibn Ezra también pensaba que esta conjunción de astros influía en alguna manera sobre el destino de los hombres, o en los seres sublunares. Puede parecer que esta concepción choca con la idea monoteísta de que Dios es quien todo lo decide. Pero este conflicto había sido resuelto por los árabes. Para ellos, Dios manejaba los hilos de cuanto ocurría en la Tierra a través de las estrellas y los signos zodiacales que, en consecuencia, eran seres superiores, más cercanos a la divinidad. Es decir, para un astrónomo medieval, los astros eran los ángeles.

El sabio de Tutera asumió esta visión del mundo y realizó algunas variantes. Concibió un universo compuesto por diez esferas en torno a la Tierra. En la última de ellas, la décima, que él llamaba Trono de Gloria, se encontraba Dios. Además, las dos últimas capas serían incorpóreas, mientras que las esferas restantes se componían de la materia más sutil: el quinto elemento. Ibn Ezra diferenciaba entre mesartim o servidores de Dios (los astros) y los ángeles o intelectos (las fuerzas que hacían girar cada una de las esferas).

Este esquema del universo, obviamente, limitaba mucho -o hacía prácticamente nula- la capacidad de Ibn Ezra y el resto de astrónomos medievales para realizar aseveraciones científicas que hoy pudieran mantenerse en pie. Pero sí que eran capaces de predecir los movimientos del cielo y se corregían unos a otros, afinando cada vez más. En concreto, a raíz sus observaciones, Ibn Ezra cuestionó el orden en el que se movían Mercurio y Venus, sugiriendo que habría que colocar a uno de ellos más alejado que el Sol. Escritores latinos medievales aseguran que el de Tutera llegó a apuntar la hipótesis de que ambos planetas mantenían órbitas circunsolares. También se sabe que Ibn Ezra no era muy partidario del movimiento de trepidación; es decir, de que los planetas estuvieran «colgando» de las esferas y que, además del giro de la propia capa, ellos mantuvieran un giro propio. Ibn Ezra era de la opinión de que las constelaciones se movían un grado y medio cada siglo, y no un grado como pensaban otros muchos.

Los astrónomos del XII tenían sorprendentes conocimientos de la realidad física. Por ejemplo, dominaban el concepto de latitud y utilizaban diferentes esferas para sus astrolabios según la latitud desde la que miraban al cielo. No valía la misma esfera en Tutera que en Rouen. Es curioso que, a pesar de conocer que el planeta es redondo, no les preocupara el hemisferio sur, ya que creían que éste se encontraba deshabitado por exceso de calor. Por otra parte, pensaban que todos los astros tenían luz propia, salvo la Luna, que reflejaba la luz solar.

Puede pensarse que Ibn Ezra y demás astrónomos del XII que vivieron en Nafarroa, como Robert de Ketton o Herman el Dálmata, no dejaron su huella en Euskal Herria. Sin embargo, no es del todo cierto; en algunos casos, la orientación de iglesias y ermitas de la época se vincula a las estrellas. Concretamente, la ermita de Etxano, en Orbaibar, aprovecha la inclinación del Sol durante estos días de solsticio de verano para reflejar juegos de luz sobre sus piedras.

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Ibn Ezra consideraba que el cielo estaba compuesto por diez esferas, añadiendo dos más a las de Ptolomeo y reservando la última de ellas para Dios.

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