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Unidos por y ante la adversidad

Tras siglos de segregación voluntaria en las montañas, árabes y bereberes de Libia se ven hoy obligados a convivir en los campos de refugiados del desierto tunecino.
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Karlos ZURUTUZA

Los libios tienen básicamente dos formas de atravesar el sureste de Túnez estos días: hacinados en vetustos y sobrecargados Peugeot de matrícula amarilla, o heridos en ambulancias a la carrera en dirección a Tataouine, la capital de la remota provincia homónima.

Varios de ellos se quedarán en el campo de refugiados de Dehiba, la primera parada en Túnez nada más cruzar la volátil frontera; ésa que se han disputado tropas de Trípoli y rebeldes libios desde que estallara la guerra entre ambos el pasado febrero.

Levantado y gestionado con fondos de Emiratos Árabes Unidos, el campo de Dehiba acoge a 811 libios llegados desde las montañas de Nafusa (Libia).

«El mes pasado llegamos a albergar a 1.820 refugiados pero hoy tenemos 811. Hay gente que abandona el campo pero no sabemos si vuelven a casa o se dirigen hacia otras ciudades de Túnez, no preguntamos», explica a la entrada del recinto Khalfan Said al-Qurerini, responsable del campo.

Las noticias desde el frente occidental en Nafusa son siempre contradictorias por lo que el emiratí evita toda especulación en torno a una hipotética mejora de la situación en las montañas. Y es que un pueblo presuntamente «liberado» ayer mismo puede haber caído bajo control de Trípoli al día siguiente, y así sucesivamente. Por si fuera poco, a la de por sí complicada coyuntura bélica parecen estar sumándose otros problemas ya dentro de este «limbo» de tiendas de campaña:

«La mayoría de las familias son bereberes de Nalut pero también tenemos otras tres árabes, de Zintan. Ayer mismo hubo una pelea entre ellos. Resultó tan violenta que tuvimos que pedir a la Policía que entrara en el campo porque nosotros no podíamos controlar la situación», señala Khalil Harraz, otro de los responsables del campo.

Odios ancestrales

Harraz no duda en apuntar a la ancestral enemistad entre árabes y bereberes de Libia. Estos últimos apenas sumarían el 4% de la población del país en guerra y, si bien apenas les diferencia físicamente de los árabes, los bereberes de Libia se distinguen por su propia lengua, el amazigh, y una confesión del Islam desmarcada de la ortodoxia suní hegemónica en Libia. Quizás sus mezquitas en las montañas sean las únicas del mundo que no estén orientadas hacia La Meca.

«Nuestras aldeas están construidas desde un punto de vista defensivo, en las zonas más escarpadas e inaccesibles. Nalut, Jadu, Qalaa, Kabaw y Yefren son bereberes, mientras que los árabes de Nafusa viven en Zintan, Rushba y Rayaina», indica Waheed, natural de Nalut. «Hemos vivido separados durante siglos porque esa ha sido la única manera de sobrevivir, de no desaparecer. En Túnez apenas queda nadie que hable la lengua amazigh y en Libia sólo se ha conservado en las montañas de Nafusa», añade este bereber desde la tienda de la televisión. Aquí nadie quiere perderse las informaciones que llegan desde el frente a través de Al-Jazeera.

El mapa de aldeas «mono-étnicas» que describía Waheed se refleja gráficamente sobre el terreno en el campo de refugiados de Remada, a 40 kilómetros de la frontera.

«Árabes y bereberes ocupan áreas distintas del campo, pero tenemos que vigilar con atención las zona comunes para que no se insulten ni se produzcan agresiones», explica Hatim Said, un sudanés que dirige este campo levantado por Naciones Unidas.

«Desde que nos instalamos el pasado abril hemos podido constatar que muchos bereberes miran con desdén a los árabes. Si bien varios de los primeros tienen estudios universitarios, son profesores, médicos, enfermeros... todavía no hemos recibido a ningún árabe con una formación equivalente», apunta Patricia Eckhoff, responsable de la seguridad del campo. Esta trabajadora añade que «a pesar de los talleres de costura, inglés e Islam, los columpios para los niños son la zona común más exitosa del campo».

El campo de refugiados de Tataouine se levantó con fondos qataríes dentro del antiguo estadio de la capital de la provincia. Puede que a simple vista su distribución rectilínea obedezca a los patrones habituales. No obstante, el de Tataouine puede haber traspasado una «línea roja» en la convivencia entre ambas comunidades, o incluso haberla hecho desaparecer: aquí árabes y bereberes esperan a que acabe la guerra en tiendas anexas.

A escasos metros de la portería sur, Muftah, árabe de Zintan y profesor de inglés hasta el pasado febrero, resta toda importancia a la inesperada configuración del campamento:

«Aquí las tiendas están juntas pero eso es lo de menos. Lo más importante es que, tras siglos dándonos la espalda, por fin estamos haciendo algo juntos: luchar contra el tirano», asegura este profesor con chilaba que no ve la hora de retomar el curso.

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