Antonio Alvarez-Solís Periodista
Bajo la amenaza con injuria
Por honestidad profesional leo o escucho con paciencia y buena voluntad los periódicos y emisoras del Régimen. Siempre espero hallar en ellos un destello de elegancia que haga posible un diálogo navegable para la paz entre vascos y españoles. Esperanza vana. Mi atención recibe por respuesta la constante amenaza y la multiplicada injuria contra los nacionalistas vascos basadas en su presumida y proterva voluntad de aprovechar su adquirido poder para preparar una nueva oleada de violencia. El afán de entendimiento y diálogo que muestran los electos de la coalición que actúa bajo el nombre de Bildu es convertido con creciente y ciega furia en una maniobra siniestra y una finalidad criminal.
Todo en Bildu está podrido y es hipócrita según esos españoles -a los que sirve un periodismo tenebroso- que votan, sin embargo, a partidos que juegan cotidianamente con su mutua acusación de corrupción y deshonestidad. Y no hablo de que esas acusaciones se asienten en meras dudas sino que se ventean asuntos patentes que esperan ya la sentencia de unos tribunales que, quizá por su volumen o por presiones punibles, no pueden atender a esos desmanes cometidos por socialistas o «populares».
Es más, se trata de imputados que han participado en las urnas de las últimas elecciones entre clamores y recusaciones de sectores ciudadanos que sufren el daño de sus manifiestas incontinencias. Más aún: que han participado en esas elecciones y que ya se han acomodado en el gobierno de ayuntamientos y comunidades.
El cinismo resulta monumental. Pero aún cobra más relieve que se diga por parte de los clamorosos hipócritas que se agavillan en torno al poder administrado por Madrid que lo que puedan hacer ahora los diputados o concejales de Bildu no solamente redundará en su beneficio individual -corrupción personal o de grupo- sino que está encaminado a restaurar una nueva y sofisticada violencia.
Cavilo que una presunción tan perversa, por lo que anuncia de desorden social, podría encuadrarse en la figura de terrorismo por inducción, en cuyo caso habría ahí una justificada intervención de la Fiscalía con el fin de aplicar la Ley de Partidos. Al fin y al cabo las acciones terroristas pueden utilizar incluso armas imaginarias e imaginadas por una voluntad que persiga la diseminación de un profundo miedo colectivo.
Es patente que en terrenos como el financiero el empleo de esas armas es de una frecuencia agobiante. ¿Por qué no hacerlo también en el terreno de la seguridad física? Si el resultado de tales maniobras produjera la descomposición de la normalidad política tan penosamente trabajada por los abertzales soberanistas nada obstaría a la ilegalización de los autores de tamaño quebranto social. No deseo, ciertamente, que nadie sea marginado de la creación colectiva de opinión, pero la carta de navegar postelectoral de socialistas y «populares» apunta a propósitos de piratería contra el equilibrio de la ciudadanía.
La política es una máquina que conviene limpiar con mucho cuidado, pero jamás impedirla como menester preciso para abrir los cauces de acción a las masas. Y esa limpieza depende de un voto equilibrado y maduro, de un diálogo permanente y rico, y no de una ira alimentada desde la cumbre del Poder con insidias propias de una razzia bárbara y repetida.
Dicen los que izan ahora las banderas del españolismo plus ultra que dejar en manos de los electos de Bildu datos fiscales o referencias informáticas imprescindibles para un buen gobierno equivale a rearmar a ETA contra todo tipo de seguridad ciudadana. Y esto lo divulgan quienes han tenido permanentemente esos datos a su disposición para mantener cautiva la estructura social. Recuerdo cuando en un pleno del Congreso de los Diputados Alfonso Guerra amenazaba con hacer públicas ciertas auditorías «de infarto», que a continuación volvía a meter en el bolsillo de su intimidad.
O cuando el presidente del Gobierno socialista hablaba de los desagües del Estado. O cuando los «populares» manejaron datos solemnemente falsos para implicar la vida del país en conflictos bélicos que servían de homenaje y beneficio a los grandes personajes de la economía o de la guerra. Y pese a desvelarse tamañas tropelías hubo que confiar en ellos sin emplazarles jamás ante las jurisdicciones correspondientes, entre ellas las internacionales, por haberse producido matanzas y ruinas colectivas que solamente podrá juzgar la historia como propias de una época de terrorismo desde el poder.
Mil veces me pregunto -con la tristeza de trasformar mi paz en ira- quiénes son esos tales que alzan el dedo premonitor de males para convertir una elección ciudadana perfectamente transparente en una conspiración criminal. En el colmo de su rigor infame un comentarista acomodado a la confortabilidad madrileña ha llegado a sugerir que las intenciones de Bildu quedaban al descubierto en su propio nombre ya que, según él, Bildu era traducible al castellano por «miedo», cuando hasta el más elemental diccionario de euskara lo traduce por «recoger, unir o reunir». Así lo anotaba Maite Soroa en la correspondiente, incansable y benemérita tría que hace todos los días de los comentaristas madrileños. Todo por patinar alegre e irresponsablemente de Bildu a Bildur o Beldur. Más inconsciencia, imposible. Superior insidia, impensable. Peor voluntad, inimaginable. O quizá estemos simplemente ante una ignorancia horneada por un furor invalidante de la razón y de la prudencia. Así se escribe un día tras otro para un público intoxicado bárbaramente.
No quieren los tales la paz. Tal vez esta postura roqueña e intelectualmente informe se deba a una larga tradición española que ha convertido la paz en una voz equivalente a derrota. Y ellos han nacido para la victoria. Mas frente a esa intención de victoria a cualquier precio -que, por otra parte, lleva siempre a una derrota final- hay que practicar pacientemente, incansablemente, la razón. Porque la democracia, como máxima expresión de la libertad de las masas, no puede diluirse en sangre reiteradamente provocada. Tienen que confesarse los españoles que su larga historia ha sido una historia de distanciamientos, de soledades, de una mística muy primaria que confunde el dolor con el triunfo y atribuye la derrota propia a una injusta y miserable conspiración ajena.
Las guerras -y estamos ante una guerra por el dolor que conlleva- suelen ser frecuentemente injustas, pero cabe preguntarse si no lo son como fruto de poderes e insanias que quieren invadir la casa ajena y convertir en convexo y rotundo monumento a la razón la cóncava oquedad que nos hace ser íntimamente irrazonables. El arreglo de tal desaguisado mental es cuestión de girar los ojos hacia el propio interior a fin de vernos tal como somos. Pero todo esto es cuestión de una larga y severa educación, como decía hace unos pocos días José Luis Sampedro, al que como español inteligente -que los hay, que los hay- le surgían las palabras de concordia con un volumen muy discreto, como si no quisiera provocar al dinosaurio que al despertar la razón siempre está ahí.
El problema que hoy afecta a muchos países, entre ellos España, radica en la estridencia con que quiere comunicarse el odio para que suene a verdad. Se grita como si el grito supusiera la victoria sobre el adversario perverso. Por ello, para que ese grito resulte verdaderamente justificable, y no se le vea penetrado de perversas intenciones, hay que inventar primero al enemigo, a ser posible diabólico, como si el mal estuviera ya a la puerta de la muralla y se llamara a la plebe en su defensa. Quizá, tal vez, España carezca de sutileza para fabricar unos enemigos creíbles.