Iñaki Egaña | Historiador
La batalla por la memoria
Pérez Rubalcaba acaba de seguir la idea que ya lanzó Aznar hace un par de años: «Después de estar ganando la guerra lo que no podemos consentir es que nos ganen la paz». En la anterior ocasión Aznar fue más pesimista porque intuía, desde su óptica, que la derrota de la memoria era factible. Aunque quizás se trataba de un señuelo para animar a los suyos a aunar esfuerzos. Eso me pareció, al menos, hace unos meses cuando desde medios cercanos a «fuentes bien informadas» (policía e inteligencia), se lanzó una campaña contra Euskal Memoria. Rubalcaba ha concluido su análisis, en cambio, con un rotundo: «No debemos admitir que ellos reescriban la historia. Ahí hay que dar la batalla».
Efectivamente, la historia está ya escrita, con trazos más o menos gruesos, con surcos y tonalidades a veces extremas. Con violencia, con pasión, con nombres y apellidos pero también con ideologías, con convencimientos y determinaciones. Con voluntad. Unos por cambiar el sentido de las agujas del reloj. Los otros por mantener el estado nefando de las cosas. La historia no es el quid de la cuestión sino su interpretación. Y ahí es donde tanto Rubalcaba como Aznar han anunciado batalla.
Me sorprende la delimitación de Rubalcaba y Aznar al conflicto, lo llaman, sin ambages, «guerra». Y si fuera así, las más de 1.300 víctimas, siguiendo su estela, no lo serían tales. Al menos una parte de ellas ¿Se puede hablar de víctimas cuándo de trata de generales que caen en el campo de batalla? No quiero entrar en temas delicados, pero ahí queda la reflexión. Aznar y Rubalcaba coinciden en encajar estos últimos 50 años en una guerra. Supongo que interna, como la señaló Cassinello.
Volviendo al origen. La interpretación general de la historia española es tremendamente sesgada. En el estadio más académico, el teóricamente imparcial por esencia, se encontraría la RAH (Real Academia de la Historia, española). En las últimas semanas hemos conocido las barbaridades de su «Diccionario Biográfico español», que han sonrojado hasta a los albinos. Entradas más propias de forofos futboleros, exaltados en un bar, que de profesores universitarios. ¿O ese es el nivel de los expertos?
No es nuevo. Cuando su fundación, en 1735, lanzaron la idea de un Diccionario Geográfico de España. A comienzos del siglo siguiente, leo en la página web de la RAH, «aunque fue copiosísima la información reunida sobre la geografía de España, solo se publicaron dos tomos correspondientes a las tres provincias vascongadas y a Navarra». ¿Interés geográfico o interés militar? Siempre nos quedará la duda, o la certeza.
En el estadio más cercano se encuentran periodistas, tertulianos y escribidores con estómagos agradecidos. Que alaban la santidad de los reyes castellanos, por el mero hecho de llevar corona, que confunden «Galatea» con «Gora ETA» y que atacan al euskara por no tener acentos como el castellano. Interpretan la historia con el mismo sentido que un verdugo del Santo Oficio aplicando la garrucha.
La propuesta conjunta Rubalcaba-Aznar es que, en esta batalla que anuncian, ¿por qué?, la interpretación de la historia debe continuar como hasta ahora. Naftalina. Un jarro de agua fría a quienes creen en el progreso, a quienes apuestan por Comisiones de la Verdad, a quienes han visto el pasado cercano desde una óptica distinta a la de, por ejemplo, Pío Moa. Viene chaparrón. El Estado cierra filas y se prepara para la embestida.
Lo hemos intuido en numerosos pasajes recientes. Jon Anza desapareció sin ayuda; la tortura es una invención de la masonería; ETA pasó de ejecutar a colaborar en los atentados islamistas del 11-M; la niña Begoña Urroz, a pesar de que un DRIL infiltrado reclamó su autoría, fue la primera víctima de ETA; el presidente español Carrero Blanco fue ejecutado por Jean Pierre Cherid, militante de la OAS que trabajaba para EEUU; los cinco obreros muertos por la Policía en Gasteiz el 3 de marzo de 1976 se cayeron de un andamio en realidad...
La historia que conocemos, que día a día han escrito, esta vez con trazos escandalosos, nos acerca a un escenario que, es cierto, hay que reinterpretar. En «Fahrenheit 451» (la temperatura que alcanza el papel para inflamarse y arder), Ray Bradbury nos presentaba a un bombero encargado de quemar libros. Los escribidores de la historia hispana llevan años (¿si digo siglos queda demasiado extemporáneo?) interpretando en clave colonial, anclados en el negacionismo y barriendo para esa esquina que se supone guarda las esencias más patrias de España. Haciendo de bomberos.
Conocemos, los que lo hemos vivido de cerca con mayor detalle, el tremendo desfalco a la memoria que se ha hecho con la guerra civil, la represión consiguiente y el franquismo. Las versiones «oficiales», el desamparo de los derrotados, también tragados por esa historia que no hay que reescribir según Rubalcaba-Aznar, han convertido estos temas en el modelo que exportarán hacia el futuro.
En la primavera de 2008 fueron recuperados los restos de Cándido Saseta, en Asturias. Cándido era el comandante en jefe de Eusko Gudarostea. Sus restos habían permanecido enterrados junto al camino que subía al palomar de Areces. Escondidos. Expulsados de cualquier contexto. Todavía quedan en el que llaman «Pradón de los Vascos», un centenar de muertos mal enterrados después de ser pasados a bayoneta. Pasto de los perros. Esa es nuestra historia, la que no hay que tocar. Humillante.
No quiero revolcarme en esos recuerdos que, a pesar de la distancia, todavía resuenan en los tímpanos de miles de compatriotas. ¡Cómo no van a resonar si jamás hubo justicia! ¡Jamás un ápice de cordura en esta atmósfera contaminada! La mayor de las injusticias, la mayor de las tropelías fue, precisamente, el origen de esa «guerra» que señalaba Pérez Rubalcaba. Hijo de falangista.
No se puede extraer un fragmento sin analizar el conjunto. Felipe González, José Bono, Manuel Chaves, Txiki Benegas, Alfredo Pérez Rubalcaba, Cristina Alberdi, José Luis Corcuera... ¿los recuerdan frente a la cárcel de Guadalajara vitoreando a Barrionuevo y Vera, condenados por el secuestro de Segundo Marey? «Artífices de la Paz», los llamó Carmen Romero, diputada del PSOE por Cádiz y entonces esposa de Felipe González. Esa misma «paz» de Rubalcaba.
No se pueden esconder bajo la alfombra toneladas de ignominias. Quizás con ello se mantenga la historia «oficial», los «25 años de paz» de los que se jactaba Franco y algún graffitero añadió «de los cementerios». Si España ha mantenido una guerra en los últimos 50 años que lo explique. Que saque del armario sus trapos sucios, que reconozca sus tropelías. Nadie le tiene que reescribir, ni hurtar su protagonismo. Que haga un ejercicio de introspección, como exige al resto.
Como he apuntado, la historia ya está escrita. Sabemos que, además, muchos de sus trazos son de oro. Como el de Saseta, como el de miles de compañeras y compañeros que desbrozaron el camino hasta llegar donde estamos. No vamos a reescribir la historia, como afirman Rubalcaba y Aznar. Vamos a reconstruir nuestra memoria que nos la han robado desde hace muchas décadas. Vamos a denunciar las distorsiones, las manipulaciones. Y vamos a completar nuestro patrimonio con la verdad y con humildad.
Porque tenemos el compromiso de poner todo ese bagaje al servicio de la sociedad y también de legar a las generaciones venideras las bases de los tiempos pasados que hemos podido abordar. Convertir la memoria en patrimonio. De lo contrario, la ingente tarea que emprendemos servirá únicamente para justificar gestiones, probablemente tesis, para saldar deudas (que las hay) y, en general, participar de la cotidianeidad más inútil. En la medida que vayamos convirtiendo toda esa memoria en patrimonio, en acervo cultural de nuestro país, con sus colores al completo, con sus miserias y sus alegrías, sus decepciones y esperanzas, habremos saldado, en lo que nos concierne, una deuda que ardía.