Familias solidarias como casa de acogida
Cada verano, decenas de menores procedentes de lugares como el Sáhara ocupado o los alrededores de Chernóbil son acogidos por familias vascas. El objetivo de estos programas es que los chavales se recuperen, aunque solo sea durante dos meses, de las consecuencias de una situación de desigualdad social.
Alberto PRADILLA | IRUÑEA
Yamila tiene 10 años (en realidad, son 9, pero ella insiste en ser mayor) y es como un pequeño terremoto. Primero con el balón, luego la bicicleta, después enarbolando una bandera del Sáhara. «No escribas eso», se acerca desconfiada. Tiene claro que hay una frase que no puede pasar desapercibida en el reportaje: «Vamos a hacer un Sáhara libre», repite. Es la frase que más le ha escuchado a su padre. Junto a ella, más callado, Omar, de 8 años. Ambos forman parte del triunvirato de menores saharauis acogidos por familias en Mañeru (Nafarroa). Anna Borodko, que cumple 11 años el próximo 18 de julio, también tiene casa nueva durante los meses estivales. Habitualmente reside en Novozybkov, una localidad de la región de Bryansk, en Rusia, muy cerca de la zona afectada por el desastre nuclear de Chernobil. Pero entre junio y agosto (y también en Navidades), disfruta de una vida diferente en su casa de acogida en Sarriguren, en Eguesibar (Nafarroa). Tanto Yamila como Anna son dos de los pequeños que se benefician de los programas de acogida desarrollados por diferentes ONG durante la temporada de verano. Un paréntesis en una cotidianeidad marcada por la injusticia. Aunque los menores no son los únicos beneficiados. También las familias que ejercen de anfitriones reciben mucho con la presencia de los chavales.
Una charla ofrecida en Mañeru por un delegado saharaui hace ahora 15 años convirtió a esta pequeña localidad de Nafarroa en una pequeña embajada de la República ocupada por Marruecos. «Nos explicaron la situación y nos demandaron nuestra ayuda, ya que faltaban familias para acoger», explica José Otxoa, actualmente en paro, y que, junto a su mujer, Socorro Ibañez, lleva todo este tiempo abriendo las puertas de su domicilio a chavales procedentes del Sáhara. En este caso, Omar es su ahijado, uno más de los 115 chavales de entre 7 y 12 años que han aterrizado en Nafarroa este verano. Una aclaración: esto no tiene nada que ver con la adopción. Los menores llegan a Nafarroa con billete de ida y vuelta, ya que sus familias les esperan en los campamentos. «Ellos están locos con volver con su familia, se van encantados», indica Otxoa.
«El objetivo es que disfruten del verano en otro entorno fuera de los campamentos», asegura Loli Sierra, ama de casa de 50 años y que, junto a su marido Javier Martínez, trabajador del área de Urbanismo en el Ayuntamiento de Barañain, se encarga de acoger a Yamila. «También es importante la revisión médica que se les hace», sentencia. La vida en los campos de Tinduf, con temperaturas que superan los 50 grados y graves problemas de escasez tanto alimenticia como sanitaria fue lo que motivó que desde la Asociación Navarra de Amigos del Sáhara (ANAS) lanzasen esta iniciativa. Obviamente, el choque de estos chavales acostumbrados al desierto con la abundancia del Occidente, donde el agua es un bien a veces infravalorado genera fuertes contradicciones. «Ven las habitaciones, el grifo, el agua... y todo les llama la atención», asegura Sierra, que relata cómo una niña «quería llevarse el grifo».
Este abismo también se extiende a los bienes materiales que los chavales pueden llevarse a los campamentos. «Está prohibido regalarles bicicletas», explica Otxoa. «Lo mejor es darles dinero, algo de ropa de invierno, miel o utensilios como una olla rápida. «Allí el agua es muy dura, así que pueden agotar una bombona de butano sin llegar a cocer nada», explica Loli Sierra. Para otros bienes colectivos, los miembros de la asociación se coordinan con las instituciones saharauis. «Los medicamentos se los llevamos al hospital, para que sean ellos quienes los gestionen», remarca. No se trata de una ayuda individual, sino que intentan que sea la comunidad la que se beneficie de la solidaridad.
El día a día de estos chavales no tiene ninguna diferencia respecto a la programación veraniega de los autóctonos. Piscina, unas vueltas en la bici y a callejear con los amigos del pueblo. Además, llegan acompañados de 4 monitores, ya que los acuerdos con Bienestar Social y los saharauis exigen que haya un cuidador por cada 25 menores. «Para los monitores tenemos un piso que nos cede el Ayuntamiento de Gares», señala Otxoa, que destaca que, habitualmente, los chavales no hacen piña entre ellos, sino que cada familia elige el programa estival.
«Hacemos lo que haría una familia normal. Te levantas por la mañana, vas a hacer recados y, si hace bueno, por la tarde a la piscina», explica Paula Lazcoz, profesora de 33 años y que, junto a su pareja, acogen a una menor procedente de Rusia en su vivienda de Sarriguren. Como en el caso de los saharauis, la organización Villava Solidaria realiza programas de acogida con chavales procedentes de orfanatos de Siberia y de poblaciones cercanas a Chernóbil. Este es el caso de Anna, la menor que llega a casa de Lazcoz. «Anna vive con sus padres, aquí solo viene en Navidades y durante los meses de verano (entre el 18 de junio y el 31 de agosto». El objetivo de la iniciativa es «que los chavales recuperen la salud». No en vano, los niveles de radiación de la localidad natal de Anna están en un índice de 500. En Moscú, la capital rusa, si se registran niveles de 10 ya se considera que son perjudiciales para la salud.
La estancia en Iruñea permite a los jóvenes recuperarse de las consecuencias de las dificultades que se registran en su localidad de origen. Eso sí, Lazcoz remarca que el hecho de que Anna haya padecido unas difíciles condiciones de vida no quiere decir que cuando llega a Nafarroa tenga vía libre para satisfacer todos sus caprichos. «Tienen más carencias, pero también hay que pararles los pies. Si no, estaríamos todo el día comiendo chucherías y helado», bromea la profesora. «¿Hoy podré comerme uno?», aprovecha Anna para garantizarse un buen postre. Probablemente, el idioma es uno de los principales problemas. Aunque los chavales «son esponjas» y no tienen problemas para adaptarse a una nueva lengua. Por el contrario, las relaciones personales no tienen dificultades para ellos. «Tengo una sobrina de 12 años con la que tiene muy buena relación y suele juntarse con sus amigas», señala Lazcoz. De hecho, Anna habla insistentemente sobre Leire, a quien prácticamente considera como si fuese su prima.
Como en el caso de los saharauis, el programa de Villava Solidaria no contempla la adopción. Ni siquiera de los chavales procedentes de orfanatos de Siberia. «En principio no hay adopciones», asegura Lazcoz, que indica que, en el caso de que una familia quisiese sumar a un nuevo miembro, debería de cumplir con los trámites de los servicios sociales.
Las desigualdades generadas entre los chavales que salen y los que no logran acogerse en ninguna familia es uno de los eternos debates sobre esta cuestión. Anna reconoce que también se generan pequeños desencuentros entre quienes logran la oportunidad de viajar y los que tienen que quedarse por la eterna falta de familias de acogida. Pero, al menos, ella puede disfrutar de más de dos meses alejada de la radioactividad. Todo ello sin perder la perspectiva de que su vida sigue estando en la frontera con Ucrania.
«En los campamentos de refugiados del Sáhara ocupado se han quedado más de 2.000 menores sin poder salir debido a la falta de familias de acogida», lamenta José Otxoa, que indica que la crisis económica ha provocado un descenso en el número de personas dispuestas a colaborar con este tipo de programas. Aunque el caso saharaui no es el único. Las diferentes ONGs traen menores de lugares dan diversos como Letonia, Guinea Bissau, Guinea Ecuatorial o la República Dominicana. «Siempre faltan familias», corrobora Paula Lazcoz, que reivindica la necesidad de tomar parte en este tipo de iniciativas. «Hay muchos niños que necesitan venir», insiste. El perfil de los acogedores es variado. «Pueden ser familias, personas mayores o incluos solteros, no hace falta tener pareja», asegura. Lo importante, según Lazcoz, es la motivación solidaria. La misma que le llevó a sumarse al programa hace ahora dos años para acoger a Anna. «Todavía hay muchos niños que quieren venir», insiste la menor.