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José Miguel Arrugaeta | Historiador

Las lecciones de Ezker Batua y los retos de Bildu

La difícil convivencia de familias y tendencias en el seno de Ezker Batua parece una seña de identidad constante en esta formación política. La decisión de Alternatiba, hace ya un tiempo, de abandonar este grupo y apostar muy acertadamente por una alianza de contenidos soberanistas y de izquierda, que acabó concretándose en Bildu, así como la constante pérdida de apoyo electoral, parecen haber tensionado al máximo el interior de Ezker Batua. Los diversos grupos internos han continuado malviviendo bajo el mismo cielo (siglas y despachos) en un equilibrio casi imposible, hasta que la noticia de la «negociación», desvelada muy interesadamente por el propio PNV, ha logrado que se tiren los trastos a la cabeza ya sin ninguna compostura.

Más allá de los hechos en sí mismos, de los detalles y de los nombre propios que son parte inseparable del lamentable espectáculo que han dado, y que parecen empeñados en seguir ofreciéndonos (y en los que no pienso meterme a fondo, pues ni tengo suficientes datos ni forman parte de mi mundo político), sí me parece muy necesario, en estos nuevos tiempos que corren en nuestra tierra, hacer algunas reflexiones más de fondo sobre lo que suponen estos sucesos como muestra de la escala de valores, actitudes y comportamientos que atañen a la izquierda, como campo político y social en general. No quiero, además, dejar de recordar y subrayar la mentalidad de quienes piensan que «estas cosas» no tienen nada que ver con ellos, ya que nadie está vacunado contra las mortales enfermedades que ha incubado Ezker Batua, y que tienen antecedentes históricos, relativamente cercanos y poco conocidos para los más jóvenes, en la difunta Euskadiko Ezkerra.

Sacar lecciones para aprender me parece un sano y muy necesario ejercicio de cara a no repetir -y repetirnos- errores y caminos equivocados una y otra vez. La izquierda, en su mejor y para mi única acepción, no puede ser sino teoría y práctica social (a la que hay que sumarle obligatoriamente la ética). Su misión no es gestionar para afianzar el sistema actual, pues sería el efímero sueño de una noche de verano entre cómodos despachos aunque tenga, eso sí, la obligación de gobernar, y de hacerlo mejor que nadie desplegando todas sus posibilidades y potencialidades, cuando logre la suficiente legitimidad social y electoral. Sin embargo, hemos de recordarnos constantemente que el sentido primero y último, la razón de ser de una izquierda verdadera es transformar socialmente y en profundidad mentes y actitudes para construir un mundo diferente donde prime lo humano y la justicia, el sentido de lo colectivo en toda su amplitud, creatividad y solidaridad.

Para una izquierda radical, es decir, para una izquierda que quiere ir a las raíces de los problemas practicando soluciones, contentarse y acomodarse a lo posible es pura miopía, asumir conceptos y prácticas de un sistema global que se basa en la explotación, la dominación, el individualismo, el consumismo, la exclusión y la negación de lo nacional. Es, en definitiva, dejarse arrullar por letales cantos de sirena que el sistema actual nos lanza permanentemente. Para la izquierda «integrarse» en las instituciones sin más condicionantes que sacar votos es como morir espiritualmente, y frente a este hecho está obligada a asumir comportamientos inequívocos, formas de hacer y reglas prácticas que la distingan y la identifiquen como una manera diferente, revolucionaria (si me permiten la expresión), de entender la política, la libertad y la democracia. La cosa pública, en definitiva, debe ser servicio y convicción y no privilegio ni profesión.

Para parte de la burocracia de IU-EB, los puestos electos por voto popular parece ser que se convirtieron en gran medida, con el transcurrir del tiempo y la repetición de las mismas personas en los cargos, en mera rutina y fuente de trabajo bien remunerado con capacidad de influencia, acompañado en muchos casos seguramente con las prebendas correspondientes. La pérdida constante de apoyo popular trajo un serio problema a parte del aparato de IU, que no ha tenido que ver con el interés social o con la reflexión de qué cosas no estaban haciendo bien, sino con el incierto destino laboral de unas docenas de personas.

Una portavoz de esta formación política resumía en breves palabras, intentando minimizar daños, varias realidades en las que merece la pena detenerse. Según ella, este tipo de «negociaciones», es decir, pedir directamente puestos y dineros, es muy normal en la política (vasca), afirmando además que les pareció (a su formación) que el PNV estaba predispuesto a acceder a sus demandas.

Por fin alguien «desde dentro» nos ha venido a ratificar lo que todos sospechábamos y sabíamos hace tiempo: la política, vasca en este caso, ha sido durante más de tres décadas un trasiego de dinero, cargos y gobiernos, que tienen como trasfondo y justificación aparente documentos y acuerdos políticos que no parecen demasiado importantes, por lo señalado. Es decir, lo esencial se ha convertido en estar al calor del poder, la administración y los confortables despachos y no representar cabalmente los intereses y aspiraciones de las personas que les otorgan su confianza, condicionada y temporal, mediante una papeleta.

El segundo pecado capital, expresado por esta portavoz, tiene que ver con asumir los mismos comportamientos, actitudes y valores que el PNV, en este caso concreto. No me cabe duda de que el Partido Nacionalista Vasco es especialista en este tipo de transacciones, no por casualidad lleva tantos años en el «negocio» con notable éxito y le da lo mismo aliarse con el PP, el PSOE, IU o con María Santísima, con tal de seguir en el «machito», como se dice popularmente. Pero yo me pregunto: ¿no es precisamente esta forma de entender la política, que tanto daño ha hecho en Euskal Herria, lo que se quiere cambiar desde la izquierda? Por eso prefiero acogerme a las palabras del antiguo secretario general de IU en el Estado español, Julio Anguita, cuando al referirse a alianzas y acuerdos, sin duda necesarios como práctica política, decía que la guía debe ser siempre «programa, programa, programa». Es decir, gobernar y gestionar sí, pero el asunto no es el poder en sí mismo, ni los coches oficiales, los altísimos salarios o la capacidad de «resolverle» un piso oficial a un familiar o amiguete, sino los contenidos, objetivos y planes concretos para ir avanzando en la ingente labor de construir una sociedad nueva. Lo contrario nos llevaría obligatoriamente a la doble mesa negociadora, a la doble moral de esta Izquierda (H)Un(d)ida o, mejor dicho, suicidada.

Nuestro país está viviendo momentos muy especiales. Bildu se ha convertido en una alianza de largo recorrido que apuesta y suma por la soberanía plena y real desde la izquierda. Su éxito electoral, y los que sin duda le seguirán, se ha traducido en una notable presencia en diversas instituciones, e incluso labores de gobierno en no pocas de ellas. Por eso, las penosas lecciones que nos ha dado Ezker Batua cobran más importancia, si cabe, si se toman como advertencia de cómo se pueden torcer las voluntades, las virtudes y los corazones, y créanme que no hay peor enemigo interno que perder la esperanza y la ilusión que ha costado tanto construir y concretar.

A Bildu parece tocarle en estos momentos ejercer el difícil arte de sumar, desde lo nacional y desde la izquierda. Su reto será hacerlo sobre programas, acuerdos, bases sólidas y una práctica social constante que sea distintiva y limpia, para que represente no sólo a un electorado amplio y diverso, sino para que acabe convirtiéndose en una cultura política de transformación, una forma de entender y vivir colectiva y solidariamente, en base a la rica tradición de participación que hemos desarrollado históricamente

La lucha institucional conlleva en sí misma viejos peligros de integración y asimilación a lo que se quiere cambiar, peligros que la izquierda ha debatido en muy diversas épocas y circunstancias. De hecho, la socialdemocracia que conocemos no siempre fue rosa pálida, amarilla o neoliberal, sino una opción del movimiento revolucionario del siglo XIX que acabó convirtiéndose hasta formar parte inseparable y esencial del capitalismo y su sistema político, que supuestamente combatía y quería transformar. Fomentar la participación activa, basarse en el amplio tejido social que actúa en nuestro país, que nuestros electos rindan cuentas de su trabajo de manera abierta y regular, intentar que los cargos no se desempeñen por largos y reiterados periodos de tiempo para evitar que se acaben profesionalizando y distanciándose de la práctica social, pueden ser algunas de las medidas aconsejables, y seguramente habrá que inventar otras más en la medida en que sean necesarias para evitar las malformaciones y enfermedades que desarrolló en su seno Ezker Batua, y para las que, repito, no existen vacunas previas. Unas cuestiones que, sin duda, serán también retos para Bildu en los tiempos inmediatos.

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