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Jesus Valencia | Educador Social

Contrapunto

Con sus sonrisas forzadas y sus miradas tristonas, se me antojan un contrapunto incómodo (no el único, ¿cómo olvidar a los presos?) de nuestras fiestas estivales

Declina el verano y, a una con él, esa larga secuencia de festejos populares. Días de mesas largas y noches cortas, de programas apretados y saludos efusivos, de niños con globos y tiempos sin reloj, de txosnas y ligoteos. La calle (hablo de Euskal Herria) se repleta de reivindicaciones acosadas y -pese a todo- mantenidas, de comidas populares, de policías provocantes...

Y es ahí, en esas mismas calles impregnadas de fiesta, donde también se sitúan ellos; omnipresentes y, tantas veces, ignorados. Ellos y ellas, que en el tema que nos ocupa sí se ha conseguido una rigurosa igualdad de género. Me refiero a todas las personas que malviven de la fiesta sin formar parte de ella, que se sumergen en barahúndas ajenas para ganarse las habichuelas en largas y penosas jornadas sublaborales. Hablo de quienes ofrecen espectáculos callejeros; algunos, con ingenio y destreza, concitan el interés de los viandantes; otros -dejando al descubierto sus escasos recursos artísticos- pasan desapercibidos y, más que admiración, inspiran pena. Abundan quienes se embuten en disfraces metalizados, figuras estáticas que sólo se activan cuando alguna mano in- fantil deposita una moneda en sus escuálidos platillos petitorios. Estrafalarias resultan cuando se exhiben revestidas con sus atuendos de oropel, tristes y un tanto ridículas cuando se despojan de ellos para tomar un respiro. Es entonces cuando queda al descubierto la cruda realidad de unas personas que se momifican durante horas para conseguir algún dinerillo.

Otro de los contingentes que suelen desembarcar a una con las fiestas es el de los vendedores ambulantes. Caterva de gitanas dicharacheras que ofrecen un clavel acompañado de la socorrida buenaventura. Clanes andinos que se disputan casi a cuchillo las aceras en las que extender sus tenderetes; puestos de venta susceptibles de ser replegados en un santiamén ante la previsible llegada de los agentes municipales. Las y los vendedores africanos con sus cuerpos convertidos en escaparate de sombreros fosforescentes, o de figurillas, pulseras y collares supuestamente elaborados en sus lejanos y exóticos países. Sus insistentes ofertas -aunque acompañadas de sonrisas de marfil- suelen encontrar acogidas desiguales: la negativa amable, la incomodidad de quien no consiente que una negra interrumpa el hilo de la conversación ligotera o, peor aún, la broma grotesca de quien toma a estas personas como entretenimiento de ferial.

Ya de madrugada, repliegan sus baratijas en bolsas grandes o en carromatos destartalados. Se retiran en grupos cargando con dificultad sus embalajes y cansancios. Se conceden un escaso respiro (mañana ya ha comenzado) en las estrecheces de alguna pensión barata o de algún piso saturado. Ellas y ellos, con sus sonrisas forzadas y sus miradas tristonas, se me antojan un contrapunto incómodo (no el único, ¿cómo olvidar a los presos?) de nuestras fiestas estivales. Sin pretenderlo, dejan constancia de que nuestros jolgorios se desarrollan en una sociedad capitalista. Y que ésta, hasta en sus expresiones más distendidas y bullan- gueras, está atravesada por hirientes desigualdades sociales.

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