Lawrence Brownlee tiene una voz de tenor lírico-ligero de hermoso color, bastante homogénea, con un agudo que surge con naturalidad y unos graves sólidos. Posee también un gran control del legato y es capaz de frasear con gusto y elegancia.

El problema, creo que insalvable, de Brownlee es que su voz es pequeñísima en cuanto a volumen. Todos sus agudos y sobreagudos, casi siempre impecablemente colocados, pierden su efecto porque son tímidos, incluso en arias como «Lo spazzacamino» de Verdi o en la célebre «Ah! Mes Amis» de Donizetti, dónde todos esperamos que nos lancen unos cuantos agudos de esos que despeinan los flequillos. Tampoco estaríamos hablando del único cantante del mundo con una voz pequeña, hay muchísimos con esa particularidad. Pero es que Brownlee tampoco dispone de pianísimos con los que contrastar su escasa proyección. Todo el recital fue cantado en un espectro dinámico entre el mezzo-piano y el mezzo-forte, algo que, sobre todo en la primera parte, con los Liszt y Duparc, resultó muy tedioso, a pesar de que el canto de Brownlee, como ya se ha dicho, es formalmente exquisito.

Mejor estuvo la segunda parte, porque lo que le faltaba en volumen Brownlee lo suplió con intención, pasión y conocimiento del estilo de ese precioso repertorio casi desconocido creado por compositores afro-americanos en la primera parte del siglo XX. Especialmente hermosos y bien cantados fueron los tres arreglos de melodías negras realizadas por Thacker Burleigh, alumno de Dvorak y un grandísimo talento que no pudo expandirse más por cuestiones raciales.