11 de setiembre de 1919. D'annunzio, el poeta que inació Fiume
La vieja reivindicación italiana sobre Fiume (hoy Rijeka en Croacia) fue la excusa para que el histriónico escritor y poeta Gabrielle D´Annunzio ocupara la ciudad militarmente al frente de un grupo de exaltados.
Juanma COSTOYA
Al caer la tarde del 11 de setiembre de 1919 una heterodoxa tropa formada por aventureros de todo el mundo, nacionalistas italianos, fascistas y anarquistas, comandados por el poeta D´Annunzio, ocuparon militarmente la ciudad de Fiume. Los soldados que debían evitar el asalto, seducidos por el colorista despliegue y por la teatralidad de D´Annunzio, acabaron uniéndose a la aventura. Las tropas aliadas, allí acuarteladas desde el fin de la I Guerra Mundial decidieron retirarse a fin de evitar una masacre.
De fijar la fecha de la toma de Fiume se encargó el propio D´Annunzio, quien consultó a los astros el día propicio para su empresa. El escritor y poeta decidió que el 11 de setiembre era el día que contaba con los augurios más felices. Ante la ocupación, la ciudad salió a la calle entusiasmada y D´Annunzio comenzó esa misma noche, desde el balcón del palacio del gobernador, una serie de discursos, teatrales, dramáticos, cómicos, en los que aseguraba que la ciudad de Fiume estaba destinada a unirse a la madre patria Italia. Las aspiraciones del poeta no se conformaban con ese nuevo estatus para Fiume; la ciudad se proclamaba sagrada, la punta de lanza con la que se liberaría toda la costa dálmata de la opresión yugoslava, un proceso sin fin que continuaría restaurando a Italia en su dignidad imperial.
Algunos intelectuales de la época se vieron seducidos por esta aventura; el poeta futurista Marinetti, el joven Arturo Toscanini con su orquesta, el inventor de la radio Guglielmo Marconi, entre otros, se dejaron ver en las calles de Fiume en esa época. Durante quince meses la ciudad se convirtió en un inmenso proscenio al aire libre en el que la comedia fue cediendo paso a la tragedia del abandono. En los primeros meses sus calles se llenaron de desfiles, un grupo de sacerdotes exigió el derecho a casarse, el alcohol y la droga pasaron a ser artículos de primera necesidad, las avenidas se llenaron de banderas y un ambiente general de promiscuidad se apoderó de Fiume, hasta tal punto que un ala del hospital hubo de ser habilitada para el tratamiento de enfermedades venéreas. Los voluntarios de D´Annunzio mostraron su valía acicalándose como pavos reales. Cada cual se diseñó su propio traje y al decir de los testigos abundaban las barbas largas, las cabezas afeitadas, los sombreros adornados con plumas, los fez negros y toda la chatarrería que brilla con especial predilección por medallas y espadines.
Mientras tanto, el Gobierno italiano vivió esta situación con impotencia. Monárquicos, liberales y fascistas gritaban a voz en cuello la palabra traición y la sociedad civil preparaba a conciencia su caída por el desbarrancadero que ofrecía Mussolini.
Gabrielle D´Annunzio en la cúspide de su fama era un hombre con una apariencia física insignificante, calvo y de baja estatura. A pesar de ello su vida estuvo muy lejos de ser ordinaria. Hijo de un terrateniente, a los dieciséis años había escrito su primera novela, «El Placer» (Editorial Cátedra). Su voz y ademanes emitían una fascinación sobre su cautivada audiencia que justifican el mote con el que se le conocía, «El profeta». Su arrojo físico le llevó, durante la Primera Guerra Mundial, a «bombardear» Viena con octavillas que instaban a la capital del Imperio austrohúngaro a una rendición inmediata. Su filósofo de cabecera era Nietzche. Pese a su aspecto físico la teoría del súper hombre esgrimida por el intelectual germano era de su particular agrado como estilo de vida.
Cuando Italia y Yugoslavia firmaron el Tratado de Rapallo, D´Annunzio, desde Fiume, volvió a hablar de traición. Declaró la guerra a Italia pero bastó que una cañonera disparase contra la ciudad para que se negociase la rendición inmediatamente. D´Annunzio escribió un texto grandilocuente en el que denunciaba el egoísmo de sus compatriotas y regresó a Italia en silencio. Refugiado en su finca, rodeado de mujeres, libros, magia y cocaína, el poeta afrontó sus últimos años de vida dejándose querer por el estado que le dotó de una generosa pensión. Nunca logró comprender que todas esas prebendas eran a cambio de su silencio.
Muy pronto Mussolini demostró ser un discípulo aventajado. La Marcha sobre Roma fue la puntilla para la debilitada democracia italiana. La estética de los voluntarios de D´Annunzio fue calcada por el fascismo y pronto los camisas negras lucieron sus nuevas galas y su matonismo por paseos y cafés. Sin embargo, Mussolini pronto cayó en la cuenta de que no era del todo posible domesticar a un poeta. Con sagacidad comparó a D´Annunzio con una muela cariada siendo su único remedio «arrancarla o empastarla con oro». Cuando D´Annunzio se pronunció en contra del acercamiento a Alemania, firmó su sentencia. El fallecimiento del poeta tuvo lugar en 1938 en extrañas circunstancias. Coincidió el deceso con la desaparición de una de sus queridas, de la que posteriormente se supo que trabajaba para von Ribbentrop, el ministro de exteriores de la Alemania nazi. D´Annunzio quizás nunca cayó en la cuenta de que mezclar política y literatura equivale a tratar de disolver aceite en agua.