análisis I guerra en libia
Occidente gana la disyuntiva libia entre peste y cólera
Occidente ha impuesto sus intereses en el conflicto libio. Los rebeldes no añaden incertidumbre a la situación de Libia, que sigue en guerra y donde se han vuelto a imponer los intereses de las potencias occidentales.
Alberto PRADILLA I
Debemos convertirnos en un país como EEUU o Qatar». La frase, pronunciada por la joven Manahil Elgryani durante una de las celebraciones diarias en la Plaza de los Mártires de Trípoli, resume el espejo en el que se miran los rebeldes libios para la estructuración del país: un Estado política y económicamente liberal y socialmente conservador. El modelo son los países del Golfo. No sólo porque comparten con ellos las reservas de crudo, que van a constituir la base de su economía. Conjugar como Arabia Saudí o Dubai el culto al petrodólar con el fundamentalismo islámico es la mejor fórmula para mantener unidos los intereses de las dos principales corrientes al frente del Consejo Nacional de Transición (CNT).
La campaña militar no ha terminado ni hay rastro de Muamar al-Gadafi. Pero los líderes rebeldes ya colocan las bases de su hoja de ruta. No especifican las fórmulas de participación política, ni cuáles son los derechos supuestamente conquistados por el pueblo libio ni, por supuesto, cómo se distribuirá la riqueza. Eso queda para los despachos compartidos entre insurgentes y occidentales. En la calle, habrá que ver si el enfrentamiento armado contra el régimen no deriva en una guerra sectaria. Aunque no parece probable.
«Libya free, Gadafi go away (Libia libre, Gadafi márchate)» ha sido uno de los lemas más repetidos en las marchas de Bengasi o Trípoli. En el concepto abstracto de la libertad promocionado por insurgentes y sus aliados de la OTAN cabe todo. Pero tampoco se concreta en nada. Los sublevados, sin tradición política alguna, se han limitado repetir la consigna contra la Yamahiriya. Y sus apoyos occidentales lo han aprovechado. Si los propios rebeldes no han mostrado interés en llenar de contenidos su revuelta, ¿para qué iban a hacerlo sus socios franceses, más preocupados por el 35% de explotación del crudo?
Entre los ex cargos del régimen y los paracaidistas procedentes de la empresa privada y que han pasado la mayor parte de su vida en el extranjero se están repartiendo la tarta. Además, la dirección de las armas está en manos del sector más religioso, que aportó la experiencia adquirida en Irak o Afganistán y que ya había tratado de levantarse contra Gadafi desde hace dos décadas, con la creación del Frente Libio Islámico de Lucha. La pregunta es si queda espacio para el resto. Si se están articulando fórmulas de participación política en un país convertido en un erial de la discusión pública. El CNT, en su «Declaración de Victoria», se da un plazo de 18 meses para la convocatoria de elecciones presidenciales. Previamente habrá unos comicios donde se elegirá una Asamblea Constituyente. Pero, ¿qué planteamientos defenderán los candidatos? En medio del fervor bélico, nadie plantea la articulación de grupos políticos. El único anuncio ha llegado de la mano de Abdel Salam Jalloud, ex número dos de Gadafi. Si se mantiene la tendencia, es probable que las improvisadas listas terminen obedeciendo más a la fidelidad tribal o al clientelismo que a cuestiones ideológicas.
Esto dejaría en fuera de juego a los jóvenes, que son los que salieron a la calle a pecho descubierto en febrero y quienes más compañeros han perdido en la batalla a través de las dunas. Por ahora, se están organizando en pequeños comités. Pero no queda muy clara cuál es su conexión con los encorbatados. Así que no es descabellado pensar que la apisonadora de las altas esferas termine pasándoles por encima. Como lamentaba Mazigh Buzakhar, escritor y activista amazigh de Yefren, «hemos sido la gasolina que ha encendido la rebelión. Cuando no nos necesiten, nos dejarán de lado».
El hecho de que Muamar al-Gadafi siga sin aparecer añade incertidumbre a un país en el que no funciona nada y la Administración se reduce a un continuo vuelva usted mañana.
En el campo militar, queda pendiente la anunciada gran batalla por Sirte. Beni Walid es el primer paso. Aunque la tensión bélica se ha relajado tras la toma de Trípoli. Además, la capacidad militar de los lealistas está bajo mínimos y lo poco que les queda está siendo arrasado por la OTAN. A estas alturas, nadie puede obviar que el objetivo era el cambio de régimen y no proteger a los civiles.
La otra opción violenta, la de que Libia se convierta en un nuevo Irak, un calco de Afganistán o la versión renovada de Somalia, tampoco parece que se ajuste a la realidad. Da la sensación de que quienes lanzan estos apocalípticos vaticinios se dejan llevar más por un deseo inconsciente, apostando más por un «ya os lo advertí» como arma para cuestionar a los líderes insurgentes y sus aliados de la OTAN que a un análisis de la realidad sobre el terreno. Aunque, con precedentes como el asesinato de Abdel Fatah Younis (jefe militar de los sublevados), que ha caído en el olvido mediático, tampoco puede descartarse por completo. Armar a los rebeldes ha sido fácil. No será tan sencillo quitarles el arsenal.
En la disyuntiva entre peste y cólera (Gadafi o CNT) que ha caracterizado la guerra libia se han impuesto los intereses occidentales. Los de las mismas potencias que ya llenaban sus bolsillos a través de acuerdos preferenciales obtenidos con el régimen. Por desgracia, la intervención ha lavado la cara de la OTAN en parte del mundo musulmán. Y ni siquiera ha necesitado recurrir a tópicos como el de la igualdad de las mujeres o la defensa de las minorías con los que trataron de blanquear su presencia en Afganistán o Irak. Ningún aliado ha denunciado las ejecuciones perpetradas por los insurgentes o las razzias y las brutalidades cometidas contra la población subsahariana. Un unánime laissez-faire ha bendecido cualquier acto de los sublevados. Los altos cargos de la OTAN podrán vender esta intervención como una victoria. Tras una década de doctrina Bush, han conseguido recrear la ficción de las bombas humanitarias. Aunque tampoco se puede obviar que, a día de hoy, un sector de la sociedad libia se siente aliviado ante la perspectiva de no ser torturado en cárceles como la de Abu Salim. Aunque, para lograrlo, han aceptado hipotecar su futuro a cualquier precio.