El día en que EEUU se sintió vulnerable y decidió hacer del mundo un lugar más hostil
Hace diez años la muerte devolvió a Estados Unidos, en forma de brutales atentados, la visita que el imperio norteamericano había cursado anteriormente a un sinfín de naciones. Hace una década, los estadounidenses se sintieron, por primera vez, vulnerables, y la principal potencia mundial, la única tras la Guerra Fría, decidió convertir el planeta en un lugar más hostil para el ser humano. Comenzó lo que algunos llamaron «guerra contra el terror», que consistió en aterrorizar a millones de personas. El 11 de setiembre de 2001 murieron miles de personas en las Torres Gemelas -muchas de las víctimas eran trabajadores inmigrantes-, en el Pentágono -donde fallecieron un buen número de generales y altos mandos del Ejército- y en el vuelo 93 de United Airlines. Y desde entonces han muerto cientos de miles por las bombas y balas de quienes se sintieron atacados. El 11-S cambió el mundo y lo hizo a peor.
De la mano de uno de los presidentes más incompetentes de su historia, George W. Bush, aupado a la Casa Blanca pocos meses antes tras unas elecciones con sospecha de fraude, Estados Unidos inició una campaña militar que le llevó a invadir primero Afganistán y luego Irak, y a llevar la guerra a otros países. Las cárceles de Guantánamo y Abu Ghraib y sus torturas llegaron también unidas al discurso belicista de un gigante herido. Bush y sus halcones quisieron aprovechar un acto tan terrible, que había dejado a sus conciudadanos en estado de shock, para fortalecer su posición internacional y acometer empresas a las que hasta entonces no se habían atrevido. Para ello tuvieron el respaldo de aliados como Tony Blair y José María Aznar -¿quién no recuerda la bochornosa foto de las Azores?- que después pagaron su servidumbre y cayeron en desgracia en sus países.
Con la perspectiva que ofrece el tiempo, sin embargo, todo parece indicar que el golpe de mano que quiso dar Estados Unidos en la escena internacional se le ha vuelto en contra. Realmente, el 11-S podría pasar a la historia como el inicio de su declive. En el ámbito militar, las guerras de Irak y Afganistán han demostrado que su Ejército no es omnipotente. Al contrario, el coste de ambos conflictos, el número de bajas sufridas y el cansancio de la opinión pública han hecho que le resulte insoportable seguir allí. La factura económica ha sido también tremenda. Si la crisis económica que desde hace cuatro años atenaza a todo el planeta tiene su origen en las «hipotecas basura», la deuda acumulada en diez años de escalada militar constituye un gran lastre para la economía norteamericana, que no consigue arrancar y cuyo liderazgo empieza a ser cuestionado por economías emergentes como la china. Barack Obama recibió una herencia envenenada cuando ganó las elecciones y ahora apenas puede capear el temporal.
Por otra parte, Estados Unidos dilapidó muy pronto el enorme caudal de solidaridad que recibió tras los atentados del 11-S. Sobre todo a raíz de la invasión de Irak, rechazada mayoritariamente por la opinión pública internacional, también entre sus aliados, se abrió una profunda brecha. El país que muchos tomaban como modelo, sobre todo en Occidente, pasó de ser referencia a causar rechazo, y sólo tras el adiós de Bush y la llegada de Obama empezó a cerrarse la herida. La sociedad norteamericana, por su parte, se encerró más en sí misma, y el surgimiento de movimientos aislacionistas como el Tea Party pueden ayudar a que la distancia con el resto del mundo sea cada vez mayor. Económicamente tocado y centrado en sí mismo, Estados Unidos está perdiendo las hechuras de superpotencia.
Consecuencias en el mundo y en Euskal Herria
Las consecuencias del 11-S también han sido muy importantes en el resto del mundo, y no sólo por la seguridad en los aeropuertos, como algunos pretenden caricaturizar. La dialéctica entre libertades y «seguridad» rápidamente se decantó a favor de ésta en el ánimo colectivo, y los gobiernos acometieron medidas que restringieron aquellas hasta el límite. El control de la ciudadanía y la persecución del disidente se han convertido en norma común, mientras buena parte de la sociedad ha asumido como mal menor que todos sus movimientos sean monitorizados y sus conversaciones espiadas. La «guerra contra el terrorismo» tomó como rehén al conjunto de la ciudadanía. Del mismo modo, se ha acrecentado el acoso a las minorías, el rechazo a la inmigración y la desconfianza hacia el diferente.
Nuestro país también ha sufrido ese clima. La vulneración de derechos políticos y civiles ha aumentado en esta década, primero con el Gobierno de Aznar y luego con el de Zapatero, y a decenas de miles de vascos aún no se les han restituido esos derechos. Madrid y París aprovecharon el discurso «antiterrorista» imperante en la comunidad internacional para acelerar su política represiva contra Euskal Herria, aunque eso no ha impedido, gracias al esfuerzo de los agentes más comprometidos con este pueblo, avanzar hacia un nuevo escenario de paz y democracia.