Iñaki Gil de San Vicente | Pensador marxista
Necesitamos poder
Entre miles de noticias idénticas, cuatro muy recientes nos enfrentan al problema del poder. Una, el FMI exige a la burguesía griega que condene al desempleo a 100.000 trabajadores más. Dos, la transnacional Renault advierte a Japón que puede deslocalizar su empresa en Yokohama si no toma medidas para contener la revalorización del yen con respecto al dólar y al euro. Tres, los EEUU salen una vez más en defensa de Israel y en contra del derecho palestino a su propio estado. Y cuatro, «euroalemania» aplaude a la burguesía española por el golpe constitucional que amputa todavía más las raquíticas libertades y derechos aún supervivientes.
Las cuatro tienen relación directa e indirectamente con Euskal Herria, hacen referencia al papel de los estados, a las grandes corporaciones transnacionales, a las agencias imperialistas que defienden los intereses del capital financiero y a la función del miedo y de la violencia en la política, en cuanto economía concentrada. En síntesis, tratan sobre la dialéctica entre el poder del capital y la explotación de los pueblos sin poder propio.
Hemos escogido estos ejemplos no sólo porque son recientes, sino porque plantean problemas que en apariencia se mueven en la estratosfera de la alta política pero que en realidad bullen en la materialidad de la vida cotidiana de los pueblos machacados. Por debajo de esas grandes noticias se agitan las resistencias y los debates por mejorar las formas de organización de las gentes. El pueblo palestino, dividido y machacado, ha tenido que experimentar todas las formas organizativas posibles, y el pueblo griego ha recordado en poco tiempo las formas de autoorganización con las que resistió a los nazis y a los británicos. La clase obrera del Estado francés ha sostenido huelgas vibrantes en 2010, mientras que las grandes empresas de su burguesía saqueaban el mundo, y en el Estado español la debilidad histórica de las izquierdas dificulta el despegue de las resistencias, mientras las naciones oprimidas caminamos por delante. A lo largo de estas y otras prácticas muy anteriores, se aprecia una dinámica de avance inestable e inseguro, oscilante, con retrocesos y derrotas, que puede ir del contrapoder al poder popular y al estado obrero pasando por el doble poder.
Hablamos de una dinámica histórica que en sus embriones aparece ya en la autoorganización clandestina de los trabajadores ingleses desde finales del siglo XVIII, con su autoorganización, solidaridad y ayuda mutua, marchas, manifestaciones, huelgas y sabotajes. Un siglo después, desde finales del XIX, la misma dinámica empezará a extenderse por Hego Euskal Herria conforme avanza la industrialización. Y lo mismo sucederá, pero a una escala cualitativamente superior y más rica a partir de finales de la década de 1950, con el inicio del proceso que culminará con la fusión del independentismo con el socialismo.
Una colectivo obrero que se organiza para legalizar una asamblea, una asociación de vecinos, un grupo de estudiantes, un colectivo feminista que logra que se juzgue a un agresor, un ayuntamiento que pasa a manos del pueblo, etc. son prácticas de contrapoder porque han logrado asentar una fuerza clasista, popular, social, vecinal, de sexo-género que, en su campo de acción, detiene un cierre de empresa, una urbanización irracional o cualquier otro ataque del poder dominante; o al menos lo condiciona fuertemente. Y tanto más son un contrapoder en la medida en que su acción se inserta en una estrategia independentista, de fortalecimiento de la identidad y la lengua vasca.
Pero por la misma naturaleza de la política como economía concentrada que en última instancia depende del Estado ocupante, por esto, el contrapoder nunca es estable porque es inmediatamente combatido, sometido a toda serie de presiones. Un contrapoder que se apalanque a la defensiva dura poco, empieza a desanimarse si no consigue más conquistas. La lucha ofensiva es la vida del contrapoder y ello hace que, si quiere existir, deba dar el salto al doble poder. No hay otra alternativa a la luz de la experiencia histórica, y por tanto de la teoría.
De la misma forma en que todo contrapoder que se detiene en su avance empieza a debilitarse y, más temprano que tarde, a retroceder, lo mismo le sucede pero a escala más amplia y rápida a las situaciones de doble poder. Un contrapoder estable, por ahora, son los ayuntamientos y otras instituciones «superiores», y pueden y deben constituirse en doble poder gracias a su capacidad pedagógica, concienciadora, de planificación democrática, etc., pero chocarán con más y más resistencias desde el Estado español y sus peones autóctonos.
El doble poder se caracteriza por su capacidad de derrotar planes importantes del poder opresor, desde urbanísticos hasta sociales, culturales, lingüísticos, ecológicos e incluso, y sobre todo de activar vías socioeconómicas muy progresistas que pueden, si se quisiera hacerlo, empezar a minar algunas bases de la propiedad privada y de la fuerza represiva del Estado. Por ejemplo, cooperativismo popular, de producción y consumo, recuperación pública de empresas y de bienes comunes, redes de intercambio justo interno e internacional, economía solidaria y préstamos sin interés, bancos de tiempo, yacimientos de trabajo social, seguridad colectiva democrática, lucha masiva por la amnistía, etc. Pero estas vías deben asentarse en una creciente movilización política de masas en la que el pueblo trabajador sea la fuerza directora, y dentro de éste la clase obrera. Si el doble poder no avanza, retrocede.
Hablamos de la dialéctica entre reforma y revolución, programa mínimo y programa máximo, autogobierno tolerado e independencia socialista. En un capitalismo en crisis, nada de esto debe hacerse sin un programa de integración de las mal llamadas «clases medias» y de la pequeña y mediana burguesía, a distintos niveles obviamente, pero debe hacerse. No es un debate nuevo en la historia política, se remonta, como mínimo, a la revisión crítica de los errores cometidos por las fuerzas revolucionarias en 1848-49. El capital aprendió de la Iglesia a manipular las conciencias y a dirigir la estructura psíquica de franjas sociales y clases intermedias hacia la obediencia a la «figura del amo».
Es cierto que la opresión nacional dificulta la tendencia latente hacia el autoritarismo, presidencialismo y fascismo, reserva reaccionaria que duerme como un virus en el inconsciente de masas. Pero la conciencia nacional no es una vacuna perfecta, necesita de una praxis estratégica que ilumine siempre los objetivos irrenunciables. Por esto, es vital seguir avanzando del doble poder al poder popular, al estado vasco inserto en la república socialista vasca. El doble poder se extingue o es ahogado en sangre si no avanza al poder estatal, popular.
Comprendemos ahora mejor el significado práctico e inmediato de las cuatro noticias con las que iniciábamos este artículo. La necesidad de un estado es innegable para las naciones oprimidas si queremos sobrevivir en la mundialización capitalista. Incluso los pueblos formalmente soberanos necesitan recuperar la independencia económica que sus burguesías han entregado al imperialismo, y en este contexto todo estado que quiera defender a su pueblo ha de avanzar al socialismo con el poder popular y la solidaridad internacionalista.
No hay otra alternativa; de lo contrario, será engullido por la desnacionalización inherente a la expansión del capital, y re-nacionalizados, subsumidos en las nuevas formas ideológicas y culturales creadas por las reordenaciones imperialistas que están teniendo lugar. Sin un estado vasco, seremos una región inserta en un protectorado económico con forma de estado periférico de la Unión Europea.