Julen Arzuaga | Giza Eskubideen Behatokia
Monopolios
Con la decisión de ETA de dar por concluida su actividad armada habría finalizado la «guerra caliente contra ETA» e iniciado la guerra fría, según Arzuaga. Así mismo, esa decisión devuelve al Estado el monopolio de la violencia. Ahora bien, hay un factor que junto al monopolio define ese concepto de Max Weber: la legitimidad del uso de esa violencia, algo que «no se elige», sino que «se construye», y la del Estado español, que antes encontraba un pretexto en la lucha armada de ETA, observa el autor, ahora aparece mínima.
Proactividad es un concepto que aúna dos aspectos: la toma de iniciativa y, además, la asunción de la responsabilidad de hacer lo posible para que lo decidido suceda. En ese sentido, la conferencia de Aiete se convierte en ariete. Ariete proactivo. Así, con cada uno de sus cinco golpes provoca hechos y desencadena actitudes para que lo decidido suceda. El primero, la decisión de ETA. Buen comienzo.
Con esa declaración termina lo que desde época franquista se denominó «la guerra caliente contra ETA». Con la salida del cuadrilátero de uno de los púgiles, ésta no se puede sostener por más tiempo: se inicia la guerra fría.
La decisión unilateral de la organización armada devuelve al Estado el monopolio de la violencia. Una violencia que la parte estatal disputaba con ETA y otros grupos espontáneos -kale borroka-, actores de un conflicto desigual, asimétrico. No equiparemos responsabilidades, ni capacidades. Podemos constatar que la violencia ha sido multifocal hasta el 19 de octubre. Ahora vuelve a ser, como en el resto de los estados de Europa, unidireccional, unipolar. Es así por definición, tal y como lo formuló Max Weber, a quien se le ocurrió el concepto del monopolio de la violencia: «se considera `Estado' el aparato que mantiene exitosamente una demanda sobre el monopolio del uso legítimo de la violencia en la ejecución de su orden». Dos componentes, pues: monopolio -es decir, uso exclusivo- y uso legítimo. La madre del cordero, porque la conclusión es que si falla uno de los dos, el resultado de la ecuación no es «orden». Es, precisamente, desorden. Lo hubo con la acción violenta multipolar. Habrá desorden con la gestión violenta monopolizada, pero ilegítima.
Y es que la franquicia de la violencia del estado hace aguas en materia de adhesión de la ciudadanía. Utilizando un término de otros tiempos: no se ha «depurado». Y, lo que es más alucinante, no parece que quieran hacerlo. No se dan por aludidos. La demanda sobre un modelo policial social, no represor, no coercitivo, sino de servicio al ciudadano y de garantía de sus libertades y derechos no va con ellos. Después de tanta «firmeza ética ante el terrorismo», tanta «superioridad moral», después de aleccionar con sus «condenas a la violencia», la ocultación primero y, si falla, la justificación después de la acción estatal violenta suena a sarcasmo.
Por eso resulta insufrible que guardias armados hasta los dientes en las carreteras por las que transito se enfunden ropajes civiles para lamentarse de que están amenazados. Por eso resulta insoportable que en una comparecencia del Parlamento de Gasteiz Ares se ría al visionar un video en el que sus chicos arrancan la persiana de un bar y arramblan contra sus clientes, presuntos okupas de Kukutza. «¡Ay, qué chicos éstos!», piensa condescendiente el sinvergüenza. Ese es el nivel ético.
Es por eso inaguantable que el portavoz de los escoltas vasco-navarros augure (¿anhele?) «una escisión en ETA que se pueda sustraer a los posibles acuerdos alcanzados o a la situación de tregua». Un mal presagio para su estabilidad laboral.
Otra perla venenosa: la Confederación Española de la Policía (CEP) ha solicitado al Ministerio del Interior que los agentes antidisturbios de la Unidad de Intervención Policial (UIP) puedan llevar «verduguillos»' para ocultar su rostro cuando tengan que desempeñar actuaciones especialmente violentas. Al fin y al cabo, piden algo que ya se les reconoce a los agentes dedicados a la lucha antiterrorista, «que ocultan sus rostros para evitar ser identificados». Y algo que también hacen desde el inicio de los tiempos las brigadas antidisturbios de la Policía autonómica. Clamor al que se unió también la Policía local de Iruñea tras sus expuestas actuaciones en el txupinazo de San Fermin. Quienes demandan a ETA que se quite las capuchas se las enfundan a sus gorilas.
Y si pretendían celebrar por todo lo alto el fin de la violencia de ETA, ¿no sería más fácil hacerlo relajando la suya? Imaginemos qué placer debería dar a cualquier político la firma masiva de rescisiones de contratos de los más parasitarios de sus operarios: grupos de actuación antiterrorista, brigadas especializadas en interrogatorios y torturas, exaltados antidisturbios, escoltas... Todos esos que, además de quedarse hoy sin ningún papel respetable en este país, erosionan tan efectivamente la credibilidad de ese discurso ético y moral del pacifismo que lo convierte, como Andoni Olariaga señala en estas páginas, en un «pacifismo violento».
En definitiva, cada estado decide el grado de violencia que quiere emplear contra su pueblo. Pero la legitimidad no se elige. Se construye. El español -y sus terminales autonómicas- pretenden gestionar en monopolio una cantidad de violencia extrema, con una legitimidad arrastrada por los suelos. Claro, antes podrían encontrar cierto pretexto en la perseverancia de la acción de ETA. ¿Pero ahora?
Cuando vemos los disturbios de las protestas en Londres, nos sorprende ver a los bobbies, cuerpo a cuerpo, sin embozos ni protecciones. ¿Por qué semejante diferencia? Incluso en Grecia, bien pertrechados y mejor armados, la actitud policial es más indolente. ¿Roban móviles con función fotográfica para evitar ser identificados en Bélgica o Noruega? ¿Entran en Suecia o Austria en centros sanitarios para llevarse los partes médicos? ¡Imaginad el escándalo! Pasó en Kukutza. Tal vez Camacho y Ares miren a México, Marruecos o Indonesia para encontrar un modelo policial.
Es preocupante la castrante incapacidad de autocrítica de las autoridades españolas para adaptarse a los tiempos y reconocer que no todo su campo es orégano. Para visualizar que sus cuerpos normativos están preñados de excepciones, de artículos «bis», de normas extraordinarias, de prerrogativas especiales concedidas a sus cuerpos de «seguridad» para que actúen con todo el arsenal violento a su disposición. Una excepcionalidad que diseñaron con provisionalidad, que después se instaló cómodamente y que ahora ha penetrado de tal manera hasta los tuétanos de su sistema que no la pueden reconocer.
Y así, la adhesión a sus especiales leyes hipertróficas, al colectivo que las aplica y a su práctica reciente y futura, hoy por definición único foco de violencia en nuestro país, resulta demasiado hipócrita. Si la nueva situación no les merece una reflexión a futuro, mostrará la debilidad de su posición. Anunciará a los cuatro vientos que buscaron y buscan un pretexto para tener a este pueblo sojuzgado con las armas. Que sólo pretendían la ocupación militar, un control con rifle, fusta y salacot colonial sobre una población autóctona rebelde. Mostrará que su proyecto no se sostiene en la adhesión popular, sino en una sumisión feudal. Porque la lógica que todavía permanece en sus meninges, destrozando al romano, es la del si vis bellum, para bellum.
Ellos se quedan con el monopolio de la razón de la fuerza. Nosotros, a este paso, con el monopolio de la fuerza de la razón.