Belén MARTÍNEZ Analista Social
Kale gorrian
Hubo un tiempo en el que las personas vagabundas eran tratadas como criminales y su presencia en el espacio público era indeseable. Se consideraban potencialmente peligrosas, llegando a suponer una amenaza no sobre personas concretas, sino sobre el conjunto de la sociedad. De ahí que las víctimas de las y los vagabundos eran la paz social y el orden público.
La ocupación del espacio público por personas sin hogar también resulta molesta. Por su modo de vida, seguimos representándolas en nuestro imaginario como ingobernables, insociables y contrarias a las normas, como seres que encarnan el desarraigo extremo y la desafiliación social.
Los itinerarios y experiencias de las personas sin hogar son cada vez más complejos. Los proyectos afectivos, laborales y sociales no son lineales. Las bifurcaciones son frecuentes a lo largo de la vida: falta de ingresos, un desahucio, un traumatismo personal o social, una huída...
Por todo ello, me entristece la recogida de firmas, apelando a la «inseguridad», para impedir la ubicación de un centro de emergencia social en el barrio de Aiete (Donostia). Me preocupa que focalicemos sobre la persona «excluida», olvidándonos de los factores excluyentes que tienen su origen en las políticas neoliberales y en el orden social institucionalizado.
Las personas sin hogar no son un caso social, sanitario o policial. Un albergue, un centro, pueden contribuir a (re)establecer sus relaciones con otras personas y la comunidad. Además, en algunos casos, puede servir para que se reconozcan no como apestadas y despreciadas, sino como personas a las que se respeta su dignidad, sus diferencias y sus derechos.