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José Ramón Blázquez 2011/12/1

Negacionismo del conflicto vasco

Todo conflicto comienza con una negación: un no intransigente a derechos que sus demandantes juzgan legítimos. Posteriormente, la negación se cierra sobre sí misma, se blinda, se retroalimenta con sus temores y, finalmente, se transforma en anti-ideología. Este es el proceso mental del negacionismo, que no se limita al desacuerdo con unos hechos, sino a la refutación radical de su existencia, lo que le libera de la responsabilidad de debatirlo y, eventualmente, del insoportable dolor de reconocerlo. El negacionismo es una imaginaria ceguera de la verdad. (...) Y esto sucede en Euskadi, donde no pocos ciudadanos y determinados líderes desmienten la evidencia de un conflicto esencial -el conflicto político vasco- y lo verbalizan como mera ensoñación patriótica. Los resultados electorales del 20-N y la rotunda mayoría aber-tzale vuelven a situar este asunto en el centro del debate.

Aun así, el PSE y el PP, así como el poder mediático que conforma con estos partidos la oposición antinacionalista, afirman que no existe tal conflicto y que es solo el retorcimiento de una reivindicación partidista. (...)

Otra variante de la impugnación del conflicto es la frivolización semántica mediante el reproche del vacío significativo de ciertas palabras clave (conflicto, Euskal Herria, diálogo...) malgastadas por cierta retórica abusiva, como si el mal uso conceptual pudiera restar virtualidad a unas demandas profundas y sostenidas. Y, si hace falta, el negacionismo se atreve con la amenaza directa, al asimilar los límites de la democracia con la frontera de la legalidad: tras esa muga está la cárcel. El negacionista es un distribuidor de miedos y un productor de coacciones, lo que inevitablemente le conduce a la estrategia de la criminalización pública del rival, tarea infamante que con diligencia lleva a cabo el poder mediático. Finalmente, queda la menos agresiva táctica dilatoria, con su despliegue de excusas para retrasar las soluciones: antes la latencia del terrorismo y hoy la necesidad de un consenso previo, con la advertencia falaz de que cualquier cambio estructural supondría una fractura social, obviando que nada divide y perturba más a Euskadi que el perpetuo aplazamiento de sus problemas de fondo. (...)

El conflicto político vasco lo tiene España con Euskadi en cuanto que el Estado constitucional impide, incluso por fuerza de las armas (artículo 8), que los vascos zanjen esta cuestión fundamental con su voto. Al mismo tiempo, el asunto tiene una dimensión interna, puesto que coexisten modelos antagónicos sobre la soberanía, uno de los cuales, arbitrariamente, ha impuesto sus tesis a la mayoría social como botín de la violencia de la historia. (...)

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