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Raimundo Fitero

Mortal y luminosa

Una gran parte de los obituarios televisivos tras la muerte de Cesaria Évora insistían en una parte de su biografía perfectamente prescindible: su supuesto alcoholismo. Esta mujer descalza que movía su cuerpo con una sinuosidad ancestral merece ser recordada por muchas otras facetas de su vida a la que se puede calificar de miles de maneras menos fácil, pero que bien se puede entender como ejemplar, porque sublimar todo el dolor, ese desarraigo social de la pobreza en la que creció, todos los destrozos internos que sublimó en esa capacidad para comunicarse con su voz, con esa verdad artística tan universal es realmente resaltable, encomiable.

Se ha apagado una figura de la música africana que desde su insularidad caboverdiana, convirtió sus mornas en una tarjeta de visita que completaba una postal emotiva, rítmica capaz de hacer sentir a millones de escuchantes por todo el mundo a los que encantaba con su calidad.

Setenta años de vida, de música, de humanidad, de sensibilidad que nos lega un mensaje de naturalidad, de cómo una mujer, madre, abuela, diabética, fumadora, que se atiborraba de patatas fritas, se convierte en una grandísima artística en cuanto suena el primer compás y sale de su cuerpo, últimamente muy dañado, ese genio que convierte todo en una obra de arte.

Como sucede tantas veces, es ahora, en su desaparición, cuando las televisiones se acuerdan de ella de una manera muy curiosa, fijándose en los adornos, en los antecedentes personales, en esa parte vital que contextualizada se entiende perfectamente dadas las circunstancias pero que si se extrapola se convierte en amarillismo, y se olvidan de su luz, de lo mucho que aportó de lo mucho que se la quería y que deben homenajearla por su música, por su aportación a convertir músicas populares en fusión en auténticas muestras luminosas de la música de los mundos, de las culturas, de las identidades.

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