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DOSSIER 2012 | EL FUTURO DE LA REVUELTA ÁRABE

La Primavera Árabe no entiende de estaciones

Los pueblos árabes, tras décadas de petrificación, han desencadenado una enorme revolución democrática, poniendo en dificultad con ello a todas las fuerzas en conflicto, de derechas y de izquierdas. En eso están de acuerdo todos: la democracia en esta zona del mundo no sólo es incómoda sino directamente desestabilizadora.

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Santiago ALBA RICO

El ejemplo más evidente de cómo se conjugan la persistencia de la llamada Primavera Árabe y la pulsión intervencionista es Egipto, donde las recidivas revolucionarias de noviembre y diciembre han ido acompañadas de un ejercicio represivo comparable o superior al del régimen de Mubarak por parte de una Junta Militar que trata malamente de conciliar el «discurso revolucionario» con los intereses de EEUU e Israel. De lo que ocurra en Egipto dependerá en gran medida la evolución y desenlace de los procesos de cambio en los otros países de la región.

Lo mismo vale para Siria, el otro nudo central de Oriente Próximo. Tras diez meses de levantamiento popular contra un régimen feroz que, más allá de su retórica «resistente», ha garantizado durante décadas el estatus quo en la zona, da la impresión de que la beligerancia de Occidente y de la Liga Árabe está dando paso -frente a la respuesta de Rusia- a una solución negociada a muchas bandas de la que serán excluidas o marginadas -si no directamente sacrificadas- las fuerzas populares protagonistas de la revolución. Esta tendencia puede verse descarrilada, o al menos deformada, por la propia dinámica acción-represión, que ha alcanzado un punto difícilmente reversible.

Túnez va a jugar un papel fundamental en los proyectos «estabilizadores» del Magreb. Por un lado, su mayor homogeneidad y su menor tamaño determinan que el primer país donde estalló la revolución sea el primero también en adoptar una institucionalidad democrática convencional. Al mismo tiempo, las elecciones a la Constituyente dieron la victoria a las fuerzas islamistas reprimidas durante décadas de dictadura, desencadenando un proceso tan contagioso en los países vecinos como lo fue la propia revuelta. Basta ver el resultado de las elecciones de Marruecos o de Egipto y el renovado empuje del islamismo en Argelia. En Libia, donde la criminal intervención de la OTAN no proporciona a las potencias occidentales ninguna ventaja comparativa, esas fuerzas islamistas son las únicas capaces de construir sociedad civil e instituciones estables; y en ese sentido será determinante la influencia del Nahda tunecino, partido que mantiene relaciones privilegiadas con los Hermanos Musulmanes libios.

Durante los próximos meses vamos a asistir a un forcejeo entre los partidos islamistas y los mismos gobiernos occidentales que apoyaron dictaduras feroces para contenerlas. Si es aventurado decir que el islamismo -ahora «democrático»- vaya a enfrentarse al imperialismo, mucho más absurdo es pretender que es y ha sido siempre un obediente peón imperialista. Los islamistas harán toda clase de concesiones económicas y políticas, pero permanecerá siempre viva la cuestión que garantiza el carácter antiimperialista de unos levantamientos que en su origen no son ni de izquierdas ni de derechas, ni políticos ni islámicos: Palestina. Los gobiernos islamistas que surjan en la región se verán prisioneros de esta doble presión: la de EEUU e Israel y la de los propios pueblos insurgentes, cuyas demandas sociales y económicas insatisfechas son inseparables de su enérgica conciencia anti-sionista.

En este sentido, habrá que estar muy pendientes de las nuevas subpotencias regionales que asoman la cabeza en Oriente Próximo y en el Golfo y que buscan gestionar en su favor la Primavera Árabe al mismo tiempo que contener el contagioso descontento de sus poblaciones. Enfrentados entre sí, el Golfo Árabe e Irán verán muy probablemente activarse protestas y movilizaciones populares. De hecho, dos de los levantamientos más importantes y más olvidados se han producido en Yemen y Bahrein, y Arabia Saudí, Kuwait y los Emiratos ya han sentido sus vibraciones y tendrán que afrontar en los próximos meses demandas crecientes de democracia popular. El enfrentamiento entre el Golfo Árabe e Irán -de acuerdo sólo en acabar con las revoluciones árabes- llevará a un creciente conflicto, inducido y alimentado de manera interesada, entre suníes y chíies. Torcer las demandas democráticas hacia enfrentamientos religiosos, sectarios y civiles formará parte de las estrategias destructivas instrumentalizadas por las dictaduras locales y por las potencias occidentales contra la Primavera Árabe.

Una última cosa está clara: los pueblos árabes, tras décadas de petrificación, han desencadenado una enorme revolución democrática, poniendo en dificultad con ello a todas las fuerzas en conflicto, de derechas y de izquierdas. En eso están de acuerdo todos: la democracia en esta zona del mundo no sólo es incómoda sino directamente desestabilizadora. Puede tener efectos incluso apocalípticos. El dilema es angustioso. Ya no se puede volver atrás, pero no se puede permitir de ninguna manera que los árabes decidan su propio destino. Según el país y el escenario, una combinación de pequeñas concesiones, discretas conspiraciones y duras intervenciones tratarán de salvar el mundo de estos árabes bárbaros y sus demandas absurdas, fuente una vez más de todas las amenazas. En eso coinciden los estrategas del Pentá- gono y los líderes de la izquierda mundial.

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