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Carlos GIL | Analista cultural

Abanicar

El lenguaje de los abanicos forma parte de un ritual de seducción. Un juego de mano y muñeca que tapa y destapa gestos de la cara, que dibuja en el aire complacencias o rechazos. En un salón, en una terraza, en un escenario. Abanicos que crean estructuras de comunicación. Materiales ligeros, nobles o prefabricados, de colores planos o con ilustraciones barrocas. Un instrumento que une su uso práctico a su capacidad de transformación simbólica. Tus ojos, me miran y me dibujan.

Cuando se estruja un papel timbrado en un arrebato de mal genio se forma un origami de sensaciones que adquiere un significado trasgresor. Una mariposa que con su vuelo en tu jardín mueve un puente colgante en la selva amazónica. Una flauta travesera hecha de azúcar y chocolate que suena como un corazón de papaya agitado por un papagayo en trance. Un graffiti perenne en la playa acorchada de un cuarto de baño flotante. Así espero tu canción, tu baile, el abaniqueo que me da más calor. Sentado en un libro de poemas con los pies colgando.

¿Adónde van los suspiros? La punta de mi nariz roza la sombra de la luna, mientras en un lienzo aparece el rostro del horror auspiciado por un ritmo de maracas sordas. Escribo tu nombre y las letras liberadas se encabritan hasta parecer un rosario.

Muevo el abanico y se recompone el tiempo. El espacio se expande y en el borde del infinito encuentra una solución para la cultura protegida de sí misma. No es bueno tener a los artistas en el zoológico o en reservas turísticas. Cultura biológica, humanística, democrática y libre o doctrina televisiva degradante, cargada de grasas y aditivos disolventes. Tú decides.

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