Las declaraciones del presidente del PNV, Iñigo Urkullu, en las afirmaba que la tesorería de Lakua se enfrentaba a una «quiebra inminente», sonaron ciertamente a irresponsabilidad. Más allá de la comparación con Grecia, como ayer denunció el consejero de Economía, Carlos Aguirre, llama la atención el contraste con lo que el PNV aprobó en su última asamblea nacional: la transformación del nacionalismo político en un nacionalismo económico, serio y respetado, que se pasearía por el mundo de la mano de la «marca Euskadi» como credencial de confianza. Ir anunciando un colapso en las cuentas públicas basándose en una «desesperada» llamada telefónica no parece, de ninguna manera, ir en esa dirección. Parece más bien una maniobra política con mucha carga de profundidad, que tiene más que ver con los movimientos electorales que, quizá no a corto pero sí a medio plazo, se vislumbran en este país.

En cualquier caso, el impacto de las declaraciones de Urkullu ha sido mayúsculo. Como bien conocen en Wall Street, comprar rumores y vender noticias es un negocio seguro, pues anticipar que algo va a ocurrir puede llegar a ser políticamente más rentable y efectivo que el acontecimiento en sí mismo. En ese sentido, puede apuntarse el tanto. El Gobierno de la CAV ya ha salido a la prensa con el baile de cifras, y en la ciudadanía se impone un sentimiento que ha mutado del «no estamos tan mal» a un «vamos de mal en peor» y, en el fondo, el desconocimiento del estado real de las cuentas del dinero de todos sigue siendo una realidad.

Sobran polémicas de este tipo, que hacen de cortinas humo para evitar los debates necesarios y las decisiones urgentes de una reforma fiscal justa, para buscar alternativas a la nueva religión de la austeridad y los recortes o estimular la productividad del trabajo. Sobran cálculos electorales, jugarretas entre partidos y políticos que se comportan con infantilismo. Faltan claridad, un ejercicio de transparencia y una conversación adulta con los ciudadanos del país que arroje luz sobre la verdad.