Análisis | La guerra de los drones
El nuevo Dios de los cielos
El autor analiza las múltiples implicaciones de la ultrasecreta guerra de los drones, el cambio de paradigma que supone, y la brutalidad de las tácticas que se utilizan, en una guerra globalizada y «cobarde», dirigida por gente «que se cree Dios».
Mikel ZUBIMENDI | Periodista
Drone es una palabra de apariencia inocente que designa a aviones no tripulados que llevan incorporada la gama más completa de armas letales. Unos artefactos diseñados, en principio, para ser dirigidos con un mando de PlayStation, al objeto de hacer familiar su manejo, pero cuya evolución robótica y su expansión hacia nuevos escenarios de guerra no conoce límites.
El Instituto Brookings de Washington hizo público que EEUU tiene 7.000 drones operativos y otros 12.000 en tierra. Y que destina más dinero y dispone de más personal y medios para ese programa que presupuesto, pilotos y aviones de guerra -cazas y bombarderos juntos-.
Y solo es el principio. Los robots aéreos que vuelan guiados por ordenadores de a bordo no son ya un producto de la fantasía de Hollywood. El diario californiano «Los Angeles Times» informaba, recientemente, sobre un nuevo prototipo de drone, el X-47B, capaz de aterrizar y despegar desde un portavión -una de las maniobras aéreas más difíciles- por sí mismo. Equipado con sensores capaces de detectar cualquier alteración en la noche o rastrear huellas humanas hasta cualquier escondite.
Esto está marcando un cambio de paradigma en la guerra, que tendrá consecuencias de largo alcance. Un presagio de una nueva era donde máquinas que operan semi-independientemente deciden sobre la muerte y la destrucción. Una era de robots aéreos altamente armados, probable- mente dotados de inteligencia artificial, que se pasearían por los cielos como dioses, soberanos para decidir sobre el «juicio final», protegidos por programas ultrasecretos y sin rendir cuentas ni estar sujetos a ninguna cadena de responsabilidad humana ni normativa internacional.
Las implicaciones que presenta son múltiples. Sería exigible un diálogo internacional similar al que siguió a la introducción del gas mostaza en la I Guerra Mundial y al desarrollo del armamento atómico tras la II Guerra Mundial. La ONU debería poner reglas y límites. Pero, que efectivamente esto pueda ocurrir, parece más un desideratum que una próxima realidad.
En la medida en que los drones reemplazan a los ojos y el cerebro humano por máquinas que toman la decisión final de disparar, la guerra tiende a convertirse en más sangrienta, menos «responsable», con mayores «daños colaterales» y, siguiendo el esquema de Clausevitz, -a menos riesgo propio, menos frenos para la brutalidad-, tiende, en definitiva, a convertirse en una guerra cobarde, casi divina, que supera los límites de la perversión. «Lo sentimos, pero el ordenador ha decidido: Click! & Killed!»
Esta guerra aérea, con un ataque cada cuatro días desde que Obama es presidente, es muy opaca -nada se confirma, nada se desmiente-, y está dinamizada por un programa ultrasecreto de la CIA. Extiende sus ataques desde Libia y Somalia hasta Afganistán y Pakistán, pasando por Yemen e Irak. Sin olvidar Irán, que acaba de derribar un RQ170 Sentinel, el drone más moderno de EEUU. Y que Israel -que también los utiliza en Gaza-, Gran Bretaña, Estado francés, China, India, Rusia, Pakistán o Irán también poseen la tecnología y líneas de producción propia. Y vistos los antecedentes, nadie va a dejar de utilizarlos contra sus enemigos.
Los drone y, quizá también los kamikazes, son las nuevas facetas de la guerra. El primero es una bomba sin persona, el segundo representa a la persona como bomba. Pero, en cierta medida, presentan ciertos aspectos comparables. Al menos, tácticamente. Es conocido el modus operandi en algunos atentados suicidas. Objetivo militar: un mercado popular, una procesión de peregrinos o una ceremonia de condolencias. Primero un ataque, y tras dejar que la gente se vuelva a congregar en el lugar, nuevos ataques para aumentar el número de muertos.
El 23 de junio de 2009, la CIA mata a Khwaz Wali Mehsud, «un comandante de rango medio» y a cinco personas más. Al anochecer, mientras 5.000 personas atendían el funeral, los drones volvieron a atacar. Mataron a 83 personas, incluidas decenas de niños y ancianos. Todos «insurgentes», según el comunicado de prensa posterior. Sin embargo, el periodista del «Washington Post» y premio Pullitzer, Joby Warrick, revelaba la verdad: el objetivo era abatir al «pez gordo» Baitullah Mehsud, el entonces máximo líder de los talibán paquistaníes. La mecánica: un primer ataque a modo de cebo para, al acudir al funeral, hacerle salir de su escondite. Objetivo: funeral.
Tarik Aziz, un chaval de 16 años, viajaba a través del Waziristán paquistaní en compañía de su primo Waheed Kahn, de 12 años. Su coche fue pulverizado por un misil. Como dicta la regla en estos casos, la muerte los convirtió en culpables. Pero no lo eran. Tariq acababa de empezar a trabajar con la ONG londinense de derechos humanos Reprieve, tomando fotos de lugares atacados por drones.
Estos casos no son incidentes aislados, según un informe publicado por el Bureau of Investigative Journalism. Tras investigar y documentar sobre el terreno, llega a unas conclusiones claras: La guerra de los drones de la CIA utiliza como táctica atacar funerales, ceremonias de duelo y voluntarios en las ayudas de rescate. Y ya ha matado a centenares de civiles y al menos 175 niños.
Los antiguos griegos investían a sus dioses con todas las debilidades humanas. Sus juicios no eran ni impecables ni imparciales. Quienes hoy dirigen la guerra de los drones no son dioses, pero, sin duda, se sienten como tales. Y actúan creyéndose Zeus, dios del cielo y el trueno, con rayos que son a la vez un instrumento de «justicia divina» y un arma de «castigo final».
«Click! & Killed!». Una amenaza para todos. Lo que ocurre al dejar la guerra en manos de Dios.